sábado, 19 de octubre de 2019

El dolor de los árboles.

Si pudiese contar mi dolor, no dudaría en traducirlo con palabras. Mis manos, como las hojas de otoño, finas, surcadas por los caminos infinitos de esqueléticas venas y coloreadas por el cobrizo color de la sangre de los que no sufrimos como vosotros. Cobrizo como el color de la alfombra que cubre el bosque. Ese tono que ya no existe. Ese dolor que ya no duele a nadie. Les duele sin doler. Les duele de lejos. Siguen consumiendo y matando. Esos troncos con costras. Las que arrancan para grabar su amor eterno, roto al poco tiempo. ¿Para eso me magulláis y me mutiláis? Detesto ser un simple. Uno más que se cree conectado con la naturaleza. Que cree sangrar savia, cuando lo único que hace es mear en sus raíces. Las hojas se dejan vencer amarillas, cansadas de aguantar el insoportable verano de playas y chiringuitos. Me duele tanto como a ellos el no poderme vestir de cobre, marrón y amarillo. Les duele la tierra seca que se encostra y se necrosa en sus raícses. Gritan y supuran dolor por el agua que no tienen. Sedientos, aúllan silenciosos antes de que los talen por entrometerse en ese espacio etèreo que un vecino quiere suyo. Silenciosos mueren sin reprocharnos a ninguno nuestros ataques. Perdón. Perdonadme, por todos aquellos que os resqubrajan y os secan. Perdonadme por no haber sabido no nacer humano.

miércoles, 9 de octubre de 2019

La extrañeza de lo real.

A veces, suceden las cosas sin que seamos conscientes de lo que en verdad significan. Aunque pensemos que estamos comprendiendo perfectamente la situación y pensemos que es como tiene que ser y así la asumamos, y nos engañemos haciéndonos creer que estamos reaccionando de la forma  en que reaccionaríamos normalmente ante esa circunstancia de la cual no estamos pudiendo ver la trascendencia real, no es más que eso, un engaño.
Y así ocurrió cuando nos vimos por última vez, y estoy seguro de que así ocurre en tantas últimas veces. Así ocurrió cuando nos vimos por última vez, después de no habernos visto en varios meses. Cuando nos vimos voluntariamente porque así lo pretendimos, fue como si nos hubiésemos visto el ayer de ese día, como si no hubiese sucedido el tiempo ni las discusiones ni los mensajes. Todo fluyó igual de fácil que el ron por la garganta. Y cuando nos besamos y nos revolcamos. Y cuando hablamos de supuestos que ambos sabíamos que no se materializarían nunca. Y cuando nos despedimos sabiendo que era la última vez que nos íbamos a ver, sin ser conscientes de lo que eso significaba. Nos despedimos como si no fuese a ser la última, como si todo fuese a continuar igual que era antes de todo, aunque la idea de "última vez" estuviese presente, pero sin ser asimilada ni comprendida. Quizá porque así lo quería nuestro cerebro para no dañarnos. Sin embargo, cuando ya tu percepción de las cosas te deja ver cómo es en realidad lo que pasó y esa idea de "última vez", esa consciencia y ese entendimiento se posan en ti, en tu reblandecido barro emocional, como un yunque que cae desde lo alto y salpica de fango al chocar contigo las paredes ennegrecidas de tu vacío. Entonces eres consciente de lo que significaba aquel momento, aquel "adiós", aquella no vuelta atrás, aquella puerta cerrándose tras su espalda, aquella media sonrisa empañada por unas lágrimas invisibles, unas lágrimas que se derramaban por dentro sin dejarse ver ni sentir. Ahora me resulta extraño aquel momento de cotidianeidad advenediza, esta realidad de la que soy consciente. Ahora. Es extraño, cuando ya eres consciente de la trascendencia del suceso emérito, el sentir de golpe la realidad que albergaba y el sentir que ese espejismo de continuidad que camuflaba a la "última vez" no era más que eso, un espejismo.