Desde la posición elevada en la que se encontraba sobre el estrecho saliente de la escarpada pared rocosa de la montaña, podía ver perfectamente el camino abierto al abismo por el que habían de pasar sus enemigos inminentemente. El angosto paso se perdía a unos doscientos metros en un giro que parecía pretender abrazar a la montaña. La nieve lo cubría todo como un edredón de espesa lana. Apoyado sobre una rodilla preparaba las flechas clavándolas en el lechoso manto del suelo frente a él. Medio centenar. Quizá uno. El líder de la avanzadilla le había situado allí solo para frenar cuanto pudiese el avance del numeroso ejército de salvajes. Hasta que se quedase sin proyectiles. Entonces… entonces no quería pensar qué sucedería. Él era el mejor arquero de su ejército de oscuros caballeros. Su ojo el más preciso y su pulso el más firme. Por lo menos los dioses habían sido bondadosos, la luz azulada de la luna bañaba el blanquecino trayecto que debían seguir sus enemigos.
La espera, corta, se hizo larga, casi insoportable, pero al fin apareció el primero de los temibles y confiados oponentes. Cargó el arco. Apuntó. Templó su pulso. Y soltó. La flecha entró por el ojo del salvaje elevándole medio metro por encima del suelo y arrastrándole en su trayectoria hacia el vacío. La cuenta atrás había empezado. Los gritos de sorpresa e incomprensión llenaron el sofocante silencio que hasta ese momento había cubierto el gélido ambiente. Una segunda flecha alcanzó a otro salvaje en el pecho antes siquiera de que reaccionasen. La tercera flecha se clavó en el siguiente objetivo en movimiento, y así, una tras otra, se fueron sucediendo las muertes y agotando las flechas. Los objetivos se hacían cada vez más grandes y más fáciles de abatir a medida que se acercaban. Ya los tenía encima. Apareció la primera mano aferrándose al borde del saliente en que se encontraba. Clavó en ella una flecha y la sacó. Un grito de dolor acompañó a la caída del salvaje. Apuntó. Lanzó. Cogió otra flecha, pero no tuvo tiempo de cargar. El siguiente atacante ya había logrado alcanzar su posición y se encontraba apoyado sobre una rodilla justo en el borde. Perforó directamente con la punta de la saeta que tenía en la mano su cuello. La sangre le empapaba la mano, lo cual hizo que se le resbalase el siguiente proyectil al cogerlo. Por fin uno de los salvajes alcanzó la cima y le lanzó un tajo con su espada. El caballero interpuso el brazo en su trayectoria y desvió el golpe. La sangre manaba espesa por el frío a través de la armadura. La excitación del primer momento había dejado paso al miedo, y el miedo se había convertido en frustración. «Perdón mi señor. No he podido contenerlos más. Ni siquiera he podido terminar las flechas que mis hermanos han perdido por dejármelas». Un segundo tajo descendió furioso. Esta vez no tuvo más obstáculo que la armadura del hombro que se abrió con un profundo crujido. Otros salvajes habían alcanzado la pequeña superficie y se unieron a la carnicería.
Mientras la sangre coloreaba la nieve, una oscura nube vistió la luna de luto por el hermano sacrificado.