Se escuchaba el eco disperso del goteo aquí y allá en la profundidad de su cueva. Estaba harto de su humedad. Se incorporó y dejó reposar su apestoso cuerpo sobre una gran roca. Hacía tiempo que no comía, algún día tendría que salir a cazar. Los rugidos de sus tripas le despertaban en cada ronquido. Pero no era sencillo. Últimamente el mago oscuro de las oscuridades más oscuras de las Tierras Lejanas de Más Allá estaba reclutando forzosamente a todos los de su especie para enviarlos como temibles y feroces bestias guerreras a una guerra que no les incumbía en absoluto. Nunca habían gozado de popularidad y cariño entre las razas altas de los bosques encantados de la región del Encantamiento, ni de las montañas montañosas del norteño norte, y esta guerra no iba a contribuir a mejorarlo.
Salió pesadamente de su cueva seguido del rugoso roce de sus pisadas sobre el pedregoso suelo. Fue a darse un baño como cada noche en el Pantano Apestoso. Entró cuidadosamente. Le encantaba ese momento. Le encantaba la sensación pastosa del fango enterrando sus pies. De la densa agua de olor denso cubriendo sus hombros y llenando sus enormes fosas nasales. Juntó las manos y cogió un poco de la sucia agua y la vertió sobre su cabeza, sobre su fea cara según los cánones de belleza impuestos por ese putrefacto mundo de razas amaneradas y débiles, de razas sofisticadas y nobles. Repitió esto varias veces mientras se masajeaba la cara. Disfrutó cada gota de barro que le caía por los salientes y arrugados pómulos y se colaba tímidamente por sus fauces. Las disfrutó como si cada una de ellas fuese a ser la última. Como si fuese la última vez que fuese a poder disfrutar de su momento. A pesar de todo, los trolles también tenían su parte tierna. Una lágrima lechosa brotó de su ojo y se mezcló con la suciedad. Una lágrima que lloraba a todos los compañeros que el malvado mago le había robado. A pesar de todo, no era fácil ser un troll.