Al traspasar la entrada principal de la muralla, experimentó una vez más aquella sensación que tan familiar le era; notaba el calor ascender desde sus pies hasta convertirse en un hormigueo en sus orejas, como si ya hubiese terminado de conquistar aquellas tierras.
A lomos de su caballo iba separando cabezas de sus respectivos dueños con la ayuda de su ensangrentado mandoble.
Su ejército dependía de él, y lo sabía.
Descargaba rabioso la planta metálica de su pie contra los rostros cubiertos o descubiertos de sus enemigos sin distinción. Sin embargo, en el momento de mayor euforia, cuando la sangre de sus infelices oponentes estaba estrellándose más furiosa que nunca contra su armadura prácticamente teñida de rojo coagulado, una estridente voz en grito distrajo su atención y a su causa una afilada y decidida flecha le alcanzó de pleno en el corazón.
Se agarraba a la flecha clavada como si de su vida se tratara, y mientras tanto, de pasada, iba arrastrando con él a la muerte a adversarios imprudentemente cercanos.
Una vez más y de nuevo escuchó la estridente voz, esta vez más estridente y más cerca: "¡A cenar!". Se levantó del suelo y salió de la habitación frustrado pero contento, porque sabía que merecidamente sería recordado como un héroe en aquellas tierras dondequiera que estuviesen escondidas.