domingo, 24 de febrero de 2019

Una noche más.

Me asomo a todas las ventanas de los pisos bajos, pero no alcanzo a ver. No llego a espiar sus vidas rituales.
Camino esquivando las alcantarillas. Noto como las alimañas ponzoñosas me miran con sus envenenados ojos, relamiéndose, esperando a verme caer para devorar mi carne desde sus malolientes cavernas. Desde sus negros escondites.
Evito los ojos de los demás. Sorteo los hombros de las sombras y los demonios con los que me cruzo por la acera. Al cruzar. Al entrar y al salir.
Busco en cada rincón esos pobres desechos de locura que se arrastran por entre la basura para encontrar algo que masticar con sus pútridos y amarillentos dientes, mientras se salpican la barbilla con sus viscosas babas hediondas.
Me escurro por los callejones donde trabajan las sensuales y torturadas sombras de la noche. Escucho sus hechizantes sortilegios. Casas de brujas que alimentan los apetitos insaciables de las sucias criaturas del vicio. De reojo miro esas curvas pecaminosas que susurran comentarios lascivos en las comisuras de mis ojos.
Entro en las cavernas de gente tirada en los sucios recovecos, donde estertoran su último aliento con la piel agujereada. Coqueteo con los placeres de la no realidad que se me abre al paso de la sangre contaminada.
Desde las alturas escucho el graznido de las mil muertes que esa noche encontrarán pareja.
Procuro beber todo cuanto soy capaz para perder la cordura que me estruja y sujeta la voluntad.
Mentalmente asesino a todos los seres inmundos que me rodean.
Camino arqueado.
Vuelvo a mi madriguera de oscuridad y melancolía rancia.
Bebo solo.
Fumo solo.
Vivo solo.
Me masturbo solo y busco la muerte en cada eyaculación.
Me dejo llevar por el sueño esperando que una de esas mil muertes que crascitan y cuyo eco se deja oír en mi habitación, me encuentre hoy suficientemente atractivo como para pasar la noche conmigo y sea yo su pareja para siempre.