miércoles, 30 de enero de 2019

Rutina.

Los párpados se cansan de sujetar las lágrimas y ceden. Se dejan vencer. Y la templada perla salada resbala sobre la curvatura del pómulo.
Por los orificios de la nariz se dejan ver lágrimas nasales. Lágrimas que caen precipitadamente sobre el labio.
Un abrazo inerte te oprime. Quisieras alejarte de él, pero no puedes. La otra persona cree que te ayuda.
La boca te sabe a seco. Has hecho huir a la higiene. Repites ropa. Tu pijama es la ropa de salir a la calle.
Restos de tabaco, librillos vacíos y papeles sueltos. Mecheros tirados sin ningún orden ni concierto. Pandemónium de ceniza, colillas y desperdicios.
Tus manos acarician tu cara, te frotan los ojos para intentar despejarte. Los abres y ves borroso.
La cabeza te da un vuelco y te mareas. Coges el vaso y das un trago.
El porro lleva un rato olvidado en el cenicero. Se ha apagado. Acercas la mano y lo coges. Lo enciendes y tragas el humo.
Coges el vaso y das un trago. Y una calada.
Mañana, qué harás mañana. Quizá suceda algo que haga que quieras salir a la calle y hacer la compra para tener algo que comer. Seguro que no.
Trago. Calada.
Calada. Retiras un poco el porro para poder enfocarlo bien y lo miras. Ya se ha terminado, no hay nada más que fumar ahí. Lo estrujas contra la montaña de ceniza. Trago.
El pasillo, y al fondo, la cama.
Coges el paquete de pastillas y troquelas una. La deglutes.
Te vas a dormir. Mañana, qué pasará mañana.

Sombra, luz.

Te agarras a los barrotes de tu ventana y te abrasan. Te miras las manos y ahí están, las marcas carbonizadas de la cárcel en la que estás.
Ves la felicidad fuera. El sol, las risas, los planes, los viajes, las parejas, los ocios. Los ves a todos, lo ves todo, pero no puedes tocarlo. Te pegas contra las barras de la ventana y alargas el brazo. Nada. Aire.
Un halo de luz se cuela por entre los barrotes y proyecta sobre el suelo de hormigón su intervalada sombra, solamente para hacerte ver lo cerca que estás de ello, pero lo inalcanzable que es. Sombra, luz, sombra, luz. ¿Es eso? ¿Es eso lo que tengo que aprender? ¿Lo que tengo que asumir y a lo que debo resignarme?
Uno se acostumbra a estar ahí metido. Uno se hace al frío. Al rígido suelo. Al eco de las paredes. Al ruido de fuera. A la soledad.
Cuando uno ve tantas veces sobre el hormigón el cuadro que pinta el sol a través de la ventana, sombra, luz, sombra, luz, ya no cree en nada. Ya no cree que nada vaya a ser mejor. Nada va a ser mejor de lo que se tiene, pues si ese es el reflejo de lo que hay fuera, ¿quién quiere vivir en él? Quién quiere una felicidad ensombrecida, una pareja con secretos, una compañía opaca, una posición con sufrimiento, una luz tachada por las sombras.
Entonces alguien te abre la puerta de la jaula. Le miras. Te mira. Se aparta como ofrecimiento a la libertad. Haces por levantarte. Apoyas una mano en la rodilla, y con la otra en el suelo empujas y te levantas. Das un paso trémulo y temeroso. Otro. Otro. Ya eres capaz de andar con seguridad, pero justo en el preciso instante en que vas a trasponer el umbral barroso, te detienes. Miras atrás, a tu hueco, a tu cubil, a tu vida. Quietud. Nada parece existir y nada parece moverse. Es en ese instante en el que retrocedes y te acurrucas en el mismo rincón en el que estabas hacía un momento y vuelves a mirar la estampa de la ventana.
Mientras, de fondo se escucha el eco del graznido de las bisagras y el chasquido de la puerta al cerrarse. Para siempre.

Sorbitos.

Me gusta beber el vino a sorbitos, mojándome los labios, como los primeros sorbos del té cuando está muy caliente.
Me gusta beber el vino en un vasito pequeño de barro. Llenándolo muy poco, sólo hasta antes de la mitad.
Me gusta sorber traguitos de vino mientras sostengo un porro en la mano.
Me gusta mirar por la ventana cuando el sol acuna la voz de los gorriones.
Me gusta darle sorbitos al porro mientras miro a las nubes teñidas de naranja y azul oscuro al anochecer desde mi ventana.
Me gusta mirar a la luna cuando está llena. Y me gusta cuando es delgada como una hoz y siega las nubes a su paso. Y me gusta cuando está empezando a estar gordita.
Me gusta estar delante del ordenador escribiendo con un porro en una mano y el vasito cerámico de vino al lado del cenicero de barro lleno de colillas. Ese cementerio de ideas, ceniza y sentimientos.
Si existieses, y lo que es más complicado, estuvieses a mi lado, me gustaría darte sorbitos primero para terminar bebiéndote a tragos que me rebosasen por las comisuras y el labio. Que me fluyeses por la barbilla hasta el cuello.
Me gusta hacerme un porro tranquilo, desmenuzando miguita a miguita y fumármelo entero y solo. Y si hay compañía, que no me pida una calada. Que coja la piedra y se haga uno, pero que me deje entero con él.
Me gusta el paisaje urbano. Me gustan los mendigos borrachos que gritan y profanan a la masa invisible como cualquier orate leproso de la Edad Media.
Me gustaría poder beberme la vida a sorbitos, como los primeros sorbos del té cuando está muy caliente.
Me gustaría que estuvieses aquí conmigo, a mi lado, seas quien seas. Que me quitases esta soledad que me aplasta contra las brasas del cenicero. Que me ahoga con litros de cirrosis y me enrosca las vísceras en lo más profundo.
Me gusta beber el vino en un vasito pequeño de barro a sorbitos, mojándome los labios, como los primeros sorbos del té cuando está muy caliente.

sábado, 19 de enero de 2019

Ese templo.

Vuelve el cenicero a llenarse de ceniza oscura. Cadáveres marchitos de colillas abandonadas. Laderas de siniestra polvareda de ese gris tan negro.
Vuelve ese mausoleo solitario, abandonado con sus paredes agrietadas. Vuelve a dejarse ver y a hacer sombra sobre cada uno de los pasos dados. Ese santuario en el que cada rincón esconde un fantasma que estira sus lánguidas y vaporosas extremidades putrefactando todo lo que toca.
Ese templo donde cada gemido, cada lamento, cada sollozo y cada lágrima que golpea el suelo rompiéndose en miríadas de cristales rotos son mil veces susurrados como un suave murmullo por Eco, convirtiéndose en alaridos de terror, en estridentes chillidos de dolor, en espinosas enredaderas que reptan por las viscosas entrañas.
Vuelve esa soledad un día amada, pero ahora detestada.
Vuelve ese dolor que no quiere, pero duele. Y llora por ello, le duele hacer daño.
Es imposible escapar de esas paredes ruinosas vestidas de deprimente musgo. Es imposible escapar de ese templo de luctuoso desasosiego.
Sólo queda entrar. Sólo queda entrar y lentamente dejarse caer de rodillas en la gran cámara, allá donde no llega la luz, hasta quedar inane.