El campo de batalla. Rocas gigantescas irregulares, retorcidas, arrugadas en profundos surcos en los que había crecido el musgo. Relámpagos alumbrando en ráfagas que hacían aparecer y desaparecer las sombras. Árboles desnudos torturados por alambres invisibles que los contorsionaban en las posturas más abyectas.
Los querubines asexuados y regordetes sobrevolaban sobre sus esponjosas y lechosas nubes dejando sus hermosos rizos de pan de oro flotar en el aire, mientras con sus pequeñas ametralladoras disparaban pepitas de sandía, negras como los ojos del Demonio, a velocidades celestiales sobre los demonios terrestres que se refugiaban donde podían. Bajo las rocas, bajo los árboles, bajo los troncos caídos. Pero daba igual, aquellos benditos proyectiles horadaban todo lo que tocaban. Se incrustaban en los descarnados músculos de los histéricos diablos que gritaban todas las blasfemias y emitían los peores juramentos que eran capaces. Desde tierra, estos seres malvados, de caras derruidas, arrugadas y grotescas cargaban sus cañones con excrementos. Las pepitas les saltaban los ojos, se alojaban bajo la piel y provocaban sangrientas llagas allí donde penetraban. A veces, rebotaban emitiendo un herético chasquido cuando golpeaban algún hueso. Los excrementos volaban esparciéndose por el aire hasta golpear a los desnudos angelitos, abrasándoles la tersa y luminosa piel allá donde les tocaba. Sin embargo, lejos de amedrentarse, aquellos seres virginales continuaban disparando, y cuando estaban a punto de morir despellejados, desollados, calcinados por las heces deyectadas por los cañones de los infames demonios, se precipitaban a enorme velocidad sobre sus condenadas víctimas, provocando explosiones de purpurina y confeti que mutilaban y destripaban sin piedad.
¡Ay! ¡Pobres demonios! ¡Qué muerte tan terrible se les ofrecía! Sin embargo, no cejaban y continuaban defendiéndose de aquella inagotable horda de furiosa celestialidad.
Al final entraron en el combate cuerpo a cuerpo. Los demonios atizaban con sus látigos abriendo caminos carmesíes de los que brotaba la pura sangre de los ángeles. Los querubines blandían sus sables y lanzaban bocados a todo aquello que se pusiese a su alcance. Sus caras, que otrora fueran el vivo retrato de la pureza, eran ahora unas máscaras de horror y rabia espumosa brotante de las fauces chirriantes.
Mientras los soldados de uno y otro bando se destrozaban en un combate encarnizado, mientras se amputaban los miembros y las extremidades, mientras se despellejaban con toda la rabia ecuménica, Dios miraba solemne al Demonio desde sus angulosos y perfectos rasgos afeminados. El Diablo sonreía sarcástico desde su rincón. Agazapado, retorcido, a veces erguido, a veces encorvado. De pronto, en un instante que un parpadeo haría desaparecer, ambos se encontraban asestándose mandobles con sendas espadas. Dios describía movimientos ágiles y elegantes con su muñeca, su melena negra, como las pepitas de sandía, flotando en ese pandemónium de ruido y destrucción. El Diablo, con movimientos menos gráciles y bellos, pero no por ello menos ágiles, se escabullía como una rata buscando los flancos abiertos de su rival. Ambos mantenían un combate igualado. Sin malabarismos en sus movimientos, solamente con sencillos arcos ascendentes, descendentes, diagonales, ofrecían una lucha de belleza y horror al más alto nivel. De pronto, ambos se separaron. Cada uno estudiaba a su contrincante con mirada fija. Ambos sabían que este era el movimiento final. Unas trompetas anunciaron tal momento. La guerra se paralizó. Querubines y demonios ensangrentados, magullados, agonizantes se detuvieron y miraron a ambos titanes. El tiempo se había detenido. El espacio dejó de expandirse o de contraerse. Y fue entonces, cuando el gran héroe y antihéroe, con un movimiento de invisible velocidad, descargaron su golpe final el uno sobre el otro. Una luz abrasadora cegó a todos los allí presentes a la misma vez que un rayo de oscuridad completamente negra apagó todas sus almas. Dios y Diablo se encontraban pegados el uno al otro. Ensartados cada uno en el mandoble de su antagonista. Ambos se sonreían. Sus bocas a la distancia de un susurro. Un hilo oscuro de denso líquido caía por la comisura de ambas bocas. Los dos cayeron de rodillas. El Diablo, sin dejar de sonreír de forma bizarra, aflojó su empuñadura y subió despacio la mano hasta la cara de Dios y acarició suave su mejilla. Sus ojos se miraban llorosos. Y entonces Dios acercó sus labios a los del Demonio en un beso de anhelante ternura. Y el Demonio, dolido por su histórica ignominia, giró en el último momento la cara.
Ambos cayeron al suelo desplomados pero abrazados. Con los ojos cerrados. Con las lágrimas todavía humedeciéndoles los pómulos. El Demonio con la expresión del amante destrozado y humillado. Dios con la expresión del amante decisor y castigador. El Demonio con la expresión de quien ha amado y sigue haciéndolo. Dios con la expresión de quien ha amado y se ha cansado de hacerlo.
Y así es como sucederá la batalla entre el Cielo y el Infierno.