Una mujer con canas aleatorias que daban un tono plateado a su rala melena negra, con una falda negra y una blusa desgastada como de gasa de un color enfermizo, golpeaba con el auricular del mismo color que su falda el teléfono de la cabina como esperando una devolución que jamás ocurriría, de un dinero que jamás estuvo ahí dentro.
Un viejo sentado de cualquier forma en el suelo, con un pellejo marcado por profundos canales roñosos, uñas negras y zapatos agujereados, se aferraba al cartón de vino mientras imprecaba en un idioma incomprensible a enemigos imaginarios.
Un ser humano de edad poco avanzada, postrado en una silla, con los labios groseramente gruesos de los que caía espeso jugo hasta la camiseta, con la cabeza inclinada en un ángulo chirriante y con un tembleque oblicuo, cuyas manos y pies abarcaban todo el espectro de puntos cardinales, sonreía de forma aberrante a los viandantes y a sus mascotas mientras alguna mano acostumbrada y resignada intentaba insertar alguna clase de snack en esa caverna bizarra ensuciando los alrededores lo menos posible.
Un anciano con la espalda completamente torcida en un arco doloroso que le dejaba la cabeza a la altura del estómago, las manos nudosas, macilentas y con las venas marcadas como gruesas tuberías de desechos industriales apoyadas sobre un bastón cuya cabeza quedaba por encima de la del propio viejo, estaba sentado en un banco al lado de la carretera. Una persona de menor edad, con sobrepeso, de otro país y sin contrato con un sueldo por debajo, incluso, de la barbilla de aquel señor, cuidaba del desgraciado anciano mirando el móvil y manteniéndolo allí bajo el sol durante todo el tiempo que requiriese el "paseo" de la tarde.
Ya casi había llegado a casa, cuando, después de aquel paisaje escalofriante que acababa de dejar atrás, vio el ennegrecidamente ensangrentado cadáver de un polluelo estampado contra el suelo y aplastado por la rueda de algún vehículo. Se detuvo un instante y lo miró. Aquella imagen disecada era una perfecta metáfora de todo lo que acababa de ver. Se encogió de hombros y siguió andando hacia casa.
Y al llegar al portal le asaltó un pensamiento: era cierto que cada vez veía menos gorriones, estaban extinguiéndose en la ciudad según parecía, sin embargo, ¿dónde caían sus cadáveres? ¿Acaso se marchaban para morir a escondidas de miradas curiosas? Les entendía, a él tampoco le gustaría formar parte de ese macabro espectáculo urbanístico que decoraba cada parcela de acera.