Los haces del sol se colaban por entre los árboles y los arbustos del parque. Allí donde estaba, una apacible y suave temperatura le templaba el cuerpo cubierto por una ligera sudadera negra. Se encontraba, como cada día, sentado en el mismo banco, escuchando las conversaciones de los gorriones, mirlos y demás pajarillos que poblaban aquella zona. Le encantaba la vista que se veía desde ahí. Sacó el paquete de tabaco de liar. El plástico emitió ese suave crugido que tanto le gustaba al abrirse. Sacó de dentro una piedrecita marrón. Con la uña del dedo índice, fue rascando hasta tener una pelotilla de tamaño suficiente. La frotó entre sus dedos hasta convertirla en una fina barrita. A continuación, sacó un filtro y un papel. Sacó un pellizco de tabaco y lo extendió sobre la fina sábana cuidadosamente. Puso la barrita sobre el mullido colchón de hebras que acababa de hacer y colocó el filtro en un extremo. Comenzó a enrollar. Deslizó la lengua de un extremo al otro y miró con satisfacción el fino turulo que acababa de elaborar. Sin prisa. Se llevó una mano a uno de los bolsillos de la sudadera. Ahí no estaba el mechero. Buscó en el otro bolsillo y ahí estaba. Lo sacó y prendió el porro. Le dio una profunda calada, y mientras aspiraba reclinó la cabeza hacia atrás un poco. Aguantó el humo un instante y lo empezó a soltar suavemente. Una ligera brisa se llevó el humo recién respirado con ella. ¿Hacia dónde iría? ¿Hasta dónde llegaría? Le daba igual. Poco a poco iba encontrándose cada vez mejor. Más relajado.
Miró, desde la pequeña y baja loma donde se encontraba el banco, a la calle. Le encantaba la vista desde ahí. Veía el verde intenso del césped. Se acordaba de una frase que solía repetir su abuela siempre que veía en la televisión el brillante verde de la hierba de un campo de fútbol: "Hay que ver P***ito, lo bonito que es ese verde. Qué bárbaro, qué verde más verde." Sonrió. Dio otra calada. Veía los bloques de oscuro ladrillo marrón. Los de toda la vida. Veía los pinos de tronco retorcido y agrietado inclinándose unos contra otros como acercándose para susurrarse los secretos de la pasada noche. Mientras respiraba el humo del canuto, vio por el rabillo del ojo una figura acercarse. Se sentó en el banco de al lado. Y la oyó sollozar. Giró levemente la cabeza para ver. Era una figura fina, una chica de pelo largo. Iba envuelta en una chaquetilla de chándal. Cabizbaja y encogida sobre sí misma. Los hombros, curvados en una leve chepa, se estremecían con cada sollozo. Se miraba las rodillas. Él continuó a lo suyo, disfrutando del porro. Cuando se consumió tanto que le quemaba los labios al aspirar, lo apagó, se lo metió en el bolsillo y se marchó sin mirar atrás. ¿Qué le sucedería a aquella pobre chica? No lo sabía, y tampoco lo iba a solucionar, así que dejó que ese pensamiento se evaporase como lo había hecho el porro hacía un segundo.
Al día siguiente, volvió al mismo banco. Y de nuevo escuchó a los pájaros contarse, los que se acordaban, los sueños que habían tenido durante la noche. Se lió un cigarrillo aderezado con la barrita de costo. Se lo encendió y aspiró. Suave. Qué suave entraba. Cuán diferente a esas malas caladas que le arañaban por dentro a veces y le hacían toser. Y volvió a ver, por el rabillo del ojo, a aquella desgraciada silueta sentarse en el banco de al lado entre lamentos. Se giró y la miró. Ella le miró a él en el mismo instante. Se sostuvieron un momento la mirada hasta que ella volvió a mirarse las rodillas. Él continuó mirándola. Se apiadó de ella. Cuando se hubo fumado la mitad del canuto, se levantó y se dirigió hacia la figura: "¿Fumas?". Ella miró hacia arriba con los ojos lacrimosos. Enrojecidos. Y también extrañados. "Es un porro", dijo él. Ella llevó lentamente la mano hacia la de él que sostenía el cigarrillo y lo cogió suavemente. "Gracias", dijo entrecortadamente. Sin más, él, se dio la vuelta y se marchó por el mismo camino por el que había llegado hasta allí.
Estaba nublado y hacía más fresco que los días anteriores, pero no le importaba. Se abrigó un poco más y bajó a su banco. Una vez más, llevó a cabo su ritual. Ese día los pájaros no estaban tan risueños. "No importa, no todos los días son buenos", les dijo. A la luz del atenuado sol, la calle se veía grisácea. Los bloques de ladrillo se entumecían con el frío. No importaba, le encantaba la vista. Comenzó a fumar. Una vez más, la chica se acercó al banco de al lado. Se miraron. Ella bajó la mirada a sus rodillas. No sabía qué hacer. No sabía si acercarse y ofrecerle porro o si sería mejor fumárselo e irse, como siempre, o si irse y fumar en otra parte para dejarla intimidad. Estaba sumido en esa nube vaporosa de pensamientos, cuando escuchó frente a sí: "Gracias por lo de ayer". Levantó la mirada y la tenía en frente. No se había dado cuenta de que se había movido hasta ahí. Tanto se había dejado abstraer por el momento y por ese catalizador de almas que le había aislado en el ostracismo. No pudo contestar. "¿Puedo?", dijo ella muy quedamente mientras se sentaba a su lado. Permanecieron en silencio unos momentos. Él le ofreció el canuto y fumaron ambos. Se turnaban para disfrutar de aquello que los transportaba lejos de allí. De pronto él rompió el silencio: "¿Sabes? No estoy seguro de qué es lo que te hace venir aquí cada día y llorar, bueno, realmente no tengo ni idea, pero sea lo que sea, no debes preocuparte por las cosas que no tienen remedio". Ella le miró con la misma tristeza que vestían sus ojos esos días. No dijo nada. Giró la cabeza y bajó la mirada hacia sus rodillas. Él se levantó, y mientras se marchaba le dijo: "Hasta mañana", y le envió una sonrisa.
El día siguiente fue más frío aún que el anterior. A veces caían gotas muy finas de agua, oscureciendo el suelo con su humedad. Mientras se acercaba a su banco, vio que ella ya estaba allí, ocupando el banco de él. Se abrazaba las rodillas y refugiaba ahí su llanto. Al acercarse iba pensando si sentarse en otro banco o pasar de largo. Sin embargo, algo decidió por él haciéndole sentarse a su lado antes de que fuese consciente de qué hacer. Sin más, comenzó con su ceremonia intentando no pensar en que había alguien a su lado. "¿Hoy tampoco hay mucho que contar?", dijo él al aire. Ella levantó la mirada como sorprendida y dijo muy bajito: "¿Eh?". "No, nada. Les decía a los pájaros. Que hoy no están muy parlanchines. Debe ser este tiempo, que nos vuelve nostálgicos a todos". Ella no dijo nada. Él encendió el canuto y aspiró fuerte. Reclinó un poco hacia atrás la cabeza y lo soltó despacio. Al cabo, ella dijo: "¿Hablas con los pájaros?". "A veces. Sí. Tampoco mucho. Bueno, y aunque no me contesten, sé que me escuchan. O igual no, y resulta que hablo solo". Ella le miró y dejó escapar una sonrisa suspirada. "Sí te escuchan". Ambos se sonrieron, pero no dijeron nada más. Fumaron juntos. Uno al lado del otro. No sabía si decirle algo a la chica o no romper el agradable silencio. Él se estremeció por el frío. "¿No tienes una chaqueta más gorda?", le preguntó ella. "No. Esta es la misma de siempre. Tiene tantos años que ni me acuerdo, pero me gusta. Y me gusta sentir el frío. ¿Estás mejor?". "No", dijo la joven apoyando la frente sobre sus rodillas y soltando el humo del porro por la boca. Ninguno continuó la conversación. Ella le pasó el porro. Él se lo terminó y se lo guardó en el bolsillo. "¿Por qué te lo guardas?", preguntó ella. "Por no tirarlo aquí, quiero cuidarlo. Me gustaría que todo lo que hay en este pequeño espacio siga aquí mañana para poder seguir disfrutando de ello". Con una leve sonrisa se levantó y se marchó.
Un nuevo día amaneció, que no es poco. El cielo estaba escondido tras grises nubes que silbaban sus melodías entre los edificios. Bajó. Se preguntaba si la vería esa mañana. Probablemente no, hacía mucho frío y parecía que iba a derrumbarse el cielo sobre sus cabezas. Efectivamente, cuando llegó al banco ella no estaba. "Bueno, ¿qué importa eso pájaros? Si siempre hemos sido vosotros y yo solos. No necesitamos compañía para fumarnos esto, ¿verdad?", y señaló con la vista el paquete de tabaco que sostenía frente a sí. Comenzó a manufacturar. Le costaba, pues el pulso le temblaba del frío. Además, la piedrecita de costo estaba extremadamente dura y no pudo hacer barrita, así que tuvo que ir arrancando lascas muy pequeñas. Mientras las alineaba sobre la palma de su mano para depositar encima las hebras de tabaco, en su interior se formaba la idea de que era un mentiroso. Claro que le habría gustado encontrársela allí. En el mismo lugar. Ocupando un hueco en su banco. Estaba muy concentrado en evitar que el aire se llevase el tabaco con las lascas enredadas mientras intentaba enrollar el cilindro. En ese momento escuchó una voz a su lado: "Hola". Se sorprendió mucho, incluso se estremeció por un pequeño susto que despertó su columna vertebral con un escalofrío. "Ah, hola. Pensaba que no vendrías, hace un día fatal, ¿no? Bueno, para quien no le guste este tiempo. A mí sí", y sonrió sin levantar la vista de sus manos. Ella se sentó a su lado y dijo: "No pensaba bajar. Sí que hace malo". "Me alegra que lo hayas hecho. Y que no vengas llorando". La miró fijamente. Le miró fijamente. Le sonrió: "Bueno, pero no me encuentro mejor". Él ladeó un poco la cabeza como comprendiendo. Se encendió el porro. Aspiró y reclinó un poco su cabeza hacia atrás soltando el humo muy despacio. Le pasó el cigarro. "No sé si deberías llorar o no por lo que quiera que sea que te carcome. La verdad, creo que es bueno llorar, aunque hay situaciones que no se lo merecen. Pero aunque no se lo merezcan, llorar siempre viene bien. Yo perdí esa virtud hace mucho, y lo echo de menos. En cualquier caso y sea lo que sea que tienes dentro, a veces es bueno sacarlo. Cuéntaselo a los pájaros. Yo te recomiendo que lo hagas en voz alta. Yo a veces les hablo mentalmente, pero cuando estoy realmente mal, se lo cuento en voz alta", se calló un instante y continuó: "Me da la sensación de que me entienden mejor así" y soltó una risilla suspirada. Ella terminó el porro, lo apagó y extendió la mano hacia él sujetándolo. Él, lo cogió de sus dedos, rozándolos muy levemente. El roce, aunque instantáneo, le pareció eterno. Algo se removió dentro de él. La miró. Ella le sonrió: "Me gustaría que cuides de todo esto, para que mañana puedas seguir disfrutando de ello". Él retiró la mirada y bajó la cabeza un poco dejando que su boca dibujase una sonrisa melancólica. Se marchó por donde siempre.
Hoy parecía ayer. Había amanecido exactamente igual. Gris. Bajó a su banco. Se sorprendió al no verla. "Quizá venga un poco más tarde", se dijo. "O quizá no venga". Sacó el paquete de tabaco, quedaba poco, probablemente tendría que comprar otro pasado mañana. Escuchó el canto interrumpido de los pájaros. No les dijo nada, les dejó que hablasen, hoy que parecía que estaban de mejor humor. Además, siempre era preferible escucharles a ellos que a él. Terminó de liar y miró hacia el fondo del camino por el que creía que solía venir ella, pues nunca la había visto llegar. Miró hacia el fondo del camino con la esperanza de verla caminar hacia allí, pero con la certeza de que no la iba a ver. No la vio. Se giró y comenzó a fumar con resignación. "Bueno, una vez más desaparece cualquier cosa que esté relacionada con hacerme feliz, aunque sea un poquito", dijo muy bajo, pero sabiendo que los pájaros le escucharían, pues en ese momento estaban callados. De pronto apareció. Se encontraba sentada a su lado: "Toma", y extendió una bolsa de papel cartón: "Coge. Me he retrasado porque he comprado unas castañas asadas". Él le entregó el porro y metió la mano en la bolsa: "Joe, gracias. Es lo mejor que podrías haber hecho", se calló un momento y dijo: "Aparte de venir aquí", y sonrió. Ella también sonrió. "¿Cómo están los pájaros hoy? ¿Tú crees que están de humor para escucharme?". "Siempre lo están". Ella suspiró una sonrisa. Permanecieron en silencio unos instantes y ella comenzó: "Igual os parece una tontería, pero es por un chico. Me ha puesto los cuernos con otra. Varias veces. Pero siempre me dice que ella no le importa, que me quiere a mí y que no va a volver a pasar. Pero es que vuelve a pasar, y no sé qué hacer. Yo le quiero. No quiero dejarle", mientras decía esto, tímidas lágrimas rebosaban gélidas por sus pálidas mejillas. Hubo un silencio. Sólo se escuchaba el ronroneo del viento. Ni siquiera se oía la voz de los pájaros. "No dicen nada", dijo la joven. "Creo que están intentando encontrar las palabras para poder contestarte y estar a la altura", respondió él. Por fin se escuchó un gorrión. Luego otro. Otro contestó por entre las ramas. "Bueno, dicen que no deberías darle más importancia de la que tiene", dijo él de repente: "¿Cuántos años tienes?". "Dieciséis". "Eres muy joven todavía para preocuparte por esas cosas. Es normal que estés triste. Es normal que te cueste y te plantees si lo debes dejar o no. Incluso es normal que le sigas queriendo; no sé si deberías dejarle o no, eso es cosa tuya. Yo lo dejaría. Sin mirar atrás. Puede que le quieras, pero eso no es más que el amor que le tenías y que él ha convertido en un residuo contaminado. No creo que le sigas queriendo de la misma forma, es tu cerebro quien te engaña", se calló. No sabía si la había ayudado o no. No sabía si sus palabras habían sido las acertadas o si ella estaría pensando en que no había dicho más que tonterías y había sido absurdo contarle su problema. Con estos pensamientos agobiándole en la cabeza, se levantó y se marchó.
Un nuevo otro día. Bajó y caminó hacia su banco. La calle estaba húmeda y las aceras emitían leves reflejos de la grisácea luz que se filtraba por entre las nubes. Iba pensando en lo que le dijo ayer a la chica. Se avergonzaba un poco al pensar que igual le podía haber parecido un consejo idiota y que se quería haber hecho el entendido o el profundo o algo. Llego resignándose a esa idea al banco. No estaba. Era natural. Era evidente que le había parecido un idiota. "Bueno, ¿y qué hacemos pájaros? Es que hace mucho que no hablo con gente, he perdido la práctica, no debería culparme, ¿no?". Bajó la mirada autocompadeciéndose de sí mismo y comenzó a elaborar su cigarrillo chocolateado. "Hola", escuchó justo a su lado. "Joder, eres como un fantasma. Siempre apareces sin que te note". "Lo siento", dijo ella. "No pasa nada, era broma" y le pasó el canuto para que se lo encendiera. La joven acercó la mano y le rozó los dedos. Volvió a sentir lo mismo que la otra vez. Algo se removía por dentro al contacto de ella. Le sonrió y lo encendió y comenzó a fumar. Al ratillo le dijo: "Toma", y se lo entregó a él. Él dio una calada y reclinó un poco la cabeza hacia atrás soltando muy despacio el humo. En ese momento él rompió el silencio: "Creo que hoy los pájaros quieren escuchar, porque no les he oído decir nada" y la miró con una sonrisa. "Hace mucho, yo estuve con una chica que se iba a casar. Nos enamoramos el uno del otro muchísimo. Parecía que no había nada más en el mundo, incluso su inminente boda desaparecía de nuestras cabezas. Ella me decía que sí que lo iba a dejar, que no se veía sin mí. Yo la creí. La quería creer. Y la creí, pero...", se calló. "... Pero se casó. Era lo que tenía que hacer, según todo el mundo. No podía romper una boda con tan poco tiempo. Lo lógico era renunciar a los intensísimos recién despertados sentimientos por una persona que casi acababa de conocer, que dejar a su novio de cinco años, a quien ya no quería, pero al que no podía dejar por el qué dirán, por pena y por propio autoengaño de que yo era pasajero. Al cabo del tiempo, me di cuenta que yo no fui más que una vía de escape para su hastío y desesperación, como le ocurría a Madame Bovary. Nunca me quiso. Sin embargo, yo la amé. La amé de verdad. Hoy la sigo amando, no igual, pero la sigo queriendo, y eso que esto pasó hace muchísimos años ya". Ella le miró: "¿Cuántos años tienes?". "Cuarentaymuchos", le contestó él serio. "Bueno, a donde quiero llegar es a que no debes martirizarte por nada. Acaba con aquello que te atormente lo más rápido posible y continúa con tu vida. Quédate sólo con quien te haga bien. Se supone que existe ese alguien. Yo no lo he encontrado todavía...", de pronto una tos le interrumpió. Era una tos profunda, áspera. Cuando separó la mano de su boca, una mancha de líquido rojo oscuro reposaba sobre la palma. Ella le miró con preocupación sin saber qué decir. Él vio su expresión y le dijo: "Perdona, no te preocupes, a veces me da por toser, y es muy incómodo. No estoy acostumbrado a que me pase mientras hablo con alguien que no sean los pájaros, por eso no llevo un pañuelo, a ellos les da igual donde me limpie" y sonrió mietras se pasaba la manga de la sudadera por la boca. "Pero... ¿Estás bien? No deberías fumar. Bueno, yo no me quiero meter en...", se calló. "No debería fumar, ni tampoco respirar este aire contaminado. Tú no deberías querer a ese chaval que no sabe apreciarte y no es consciente de lo que tiene a su lado" y la miró. Apagó el cigarro y se lo guardó. Y dijo mientras le sonreía: "Tranquila, no te preocupes por mí, no hay que preocuparse por las cosas que no tienen remedio", tras lo cual se levantó y se marchó.
Al día siguiente caminaba bajo un sol henchido y orgulloso hacia el banco pensando en qué hablarían hoy o si permanecerían en silencio uno al lado del otro. Llegó a su santuario y no la vio, pero no se preocupó, estaría de camino. Comenzó a preparar el porro. Esperaba que le asustase en cualquier momento con su vocecilla sonriente: "Hola". Sin embargo, acabó de liar y no aparecía. Se extrañó. "Bueno, voy a fumar despacio para que le quede algo, si no, luego me hago otro" le dijo a los pajarillos. Ellos continuaban a lo suyo bañándose en los rayos de luz. Terminó el porro. No apareció. Algo le impedía marcharse. Continuó sentado. La tos volvió a aparecer. Parecía que esos días había empeorado un poco, si es que eso podía suceder. Se lió otro cigarro ignorando el dolor de su pecho y se lo fumó para esperarla. Daba caladas despacio. Hacía tiempo, pero allí no aparecía ella. Intentó invocarla dejando de mirar hacia todos lados a ver si la veía aparecer, igual si no la buscaba aparecería repentinamente como todos los demás días. Terminó el canuto. No apareció. Se levantó y se marchó con las manos en los bolsillos. Una nube melancólica le protegía del sol que era brillante para todo el mundo menos para él.
Los días sucesivos amanecieron despertados por un intenso sol. Los pájaros cantaban allá abajo en el banco. Los árboles seguían contándose sus secretos y el césped seguía teniendo su verde incandescente. Sin embargo, ella no apareció. Ninguno de los días. No volvió. Pensaba que igual que el azar los había juntado de la forma más improbable, los había separado de forma aún más inverosímil. ¿Por qué no venía? ¿Había dicho o hecho algo mal? Repasaba todos los días las palabras de su última conversación. ¿Qué podía haberla enfadado? ¿Esto? ¿Aquello? Se le ocurrían mil motivos, a cada cual más absurdo, y se le ocurrían mil historias, a cada cual más absurda.
Un día, se encontraba como siempre en el banco. Había tomado su decisión. Sacó el paquete de tabaco. Se deleitó con su leve crugido. Hizo una barrita de costo. Sacó un papel y un filtro. Lo juntó todo y comenzó a enrollar. Se llevó la mano al bolsillo de la sudadera. Ahí no estaba el mechero. Buscó en el otro y allí sí estaba. Lo sacó y lo encendió. Aspiró fuerte, muy fuerte, el pecho le abrasó. Reclinó un poco la cabeza hacia atrás mientras soltaba todo lo despacio que le permitían sus heridos pulmones el humo. Ese día decidió confiar en el azar. Lo sentía, sentía que ese día ella iba a aparecer, así que cogió una piedra del suelo, dejó la carta a su lado y posó la piedra suavemente sobre ella. Lo sentía. El azar estaba esperando ese momento. Estaba esperando que sucediese eso para volverlos a juntar. Lo sabía con total certeza. Tosió unas cuantas veces a lo largo del cigarrillo. Cuando lo terminó, lo apagó y se lo metió en el bolsillo. Miró por última vez la carta y se levantó. Se fue de allí sin volver la vista atrás.
El día era espléndido. Hacía un brillante sol, pero no quemaba. La temperatura era perfecta. Ella salió de su casa y fue hacia el banco. Quería contarle todo lo que había pasado entre ella y el otro. Estaba contenta. Tenía ganas de volver a verle. No sabía por qué, pero había una emoción dentro de ella al pensar en que le iba a volver a ver después de hacía tanto tiempo. Le había echado muchísimo de menos, más de lo que se habría imaginado. Incluso se sorprendió de los sentimientos que la asaltaron durante aquellos días que no le había visto.
Cuando se encontraba cerca del banco no le vio. "Igual se retrasa", dijo a los pájaros mientras caminaba. Cuando ya se encontraba al lado, vio un sobre bajo una piedra. Lo miró extrañada. Se sentó a su lado. Sabía que era de él. Estaba segura. Retiró la piedra suavemente y cogió el sobre. De la carta emanaba la misma presencia que de él. Era suya. La abrió sin tener ninguna duda, un poco temblorosa. Por dentro notaba la angustia crecer mientras lo abría. Dentro estaba el papel y otra cosa. Un porro liado. Lo cogió entre sus dedos con una sonrisa nostálgica y leyó para sí misma: "Hola. Te he dejado un porro hecho para ti sola, sin que lo haya tocado yo. Temía que te diese escrúpulo si te lo pasaba de mis labios ensangrentados. Siento no estar hoy aquí, tenía ganas de verte. Imagino que habrás tenido tus motivos para no venir estos días, igual ya te habías cansado de la cháchara de un vejestorio que habla con los pájaros", se imaginó su sonrisa y sonrió ella también: "Perdona que no esté ahí contigo, pero si hubiese estado, tú no habrías venido, lo sé. Si me hubiese quedado en el banco, esperándote mientras me fumo uno, dos, tres porros, como he hecho estos días, no te habrías aparecido. Apuesto a que has sobresaltado un poco a la carta con tu aparición", suspiró una sonrisa: "Es así como el azar ha querido que nos vivamos. Nos ha juntado para separarnos, y la única forma en que íbamos a poder volver a saber el uno del otro iba a ser así, sin vernos. ¿Te acuerdas cuando te dije que yo no había encontrado todavía a ese alguien que existe y que nos hace bien? Me he dado cuenta de que te mentí. Tú. Tú eres ese alguien. Me has hecho ser capaz de recuperar las lágrimas que estaban solidificadas en mis ojos. Gracias por aparecerte en mi vida y darme este aliento y la fuerza para poder irme en paz. Fúmate ese porro a mi salud y habla a los pajarillos, seguro que están contentos de volverte a ver. Estoy sonriendo.". Una lágrima cayó sobre el papel. De pronto, como si esa lágrima hubiese abierto el camino, un manantial fluyó por sus mejillas. Pero no eran sólo lágrimas tristes. Había también lágrimas sonrientes. Se convulsionó entre el llanto desconsolado y la sonrisa de él dibujada en su imaginación.
Cuando se hubo calmado, metió la carta dentro del sobre. Miró el porro, lo sujetaba suavemente entre sus dedos. Lo guardó también. Se levantó y se marchó sin mirar atrás. Jamás se fumó el porro.
Adiós
Hace 3 años