lunes, 26 de junio de 2017

Una canción para un momento II. Bad cover version.

La susurró al oído cualquier absurdez y ella tuvo que ladear la cabeza, la calidez del aliento había reptado hasta su cuello. Su nariz gélida se pegaba al cuello de él y respiraba su aroma. Respiraba la emoción que se desbordaba por cada poro de cuello. Sus piernas le apretaban con fuerza mientras él se colaba por sus rincones. Todo su cuerpo se convulsionaba en saturación de placer. Sus ojos encontraban los de él, y sonreía al verle apartar la mirada tímido. Sus piernas jugueteaban con las de él bajo la mesa frente al desconocimiento de los demás. Su vientre bailaba húmedo con el de él, deslizándose cadenciosamente. Aquel abrazo prohibido en aquel lugar que les servía de refugio momentáneo.

Salió de su embelesamiento. Giró la cabeza y vio que al otro lado del sofá no estaba él. Había otra persona. Se encontraba quien había sido su decisión hacía mucho tiempo. Volvió los ojos hacia la tele y se castigó por haberse dejado llevar otra vez por la pasión en lugar de por la imposición de la conformidad.

Ya no suena la misma melodía.

Su fina silueta desnuda brillaba blanquecinamente azulala con las caricias que hacía la luna sobre su piel. Bajo la barbilla, el violín despedía una armonía que le erizaba todas las partes de su cuerpo. La miró desde la penumbra, sin acercarse demasiado. No quería espantarla y que se volatilizase. O peor, que dejase de tocar esa melodía que le arrobaba haciéndole salivar, haciéndole sudar, haciéndole crecer, haciéndole estremecerse. Ella tocaba descuidadamente, los ojos cerrados. Cada nota le recorría los brazos desde las uñas hasta los hombros. Desde las ingles hasta el cuello. Desde los labios hasta las orejas. De pronto, como si hubiese notado la presión de la intensa mirada de él, abrió los ojos como asustada. Sobresaltada. Sin más desapareció dejando tras de sí una nube translúcida de oscuridad.

Abrió los ojos. La habitación estaba a oscuras. Sólo se escuchaba  la respiración rítmica de ella a su lado. Él sacó la mano de entre las sábanas y acarició el perfil de su contorno. Sus yemas subían rozando desde el muslo, pasando por la cadera despacio y llegaban a la ondulación de sus costillas. Cada poro de piel que se encogía al tacto, emitía una dulce nota que le atravesaba, sin embargo, la melodía que le llegaba era diferente. Dejó de acariciarla. Retiró la mano entrecortadamente y se dio la vuelta. La melodía parecía distinta ahora. Ya no sonaba igual. Cerró los ojos e intentó dormir confiando en que sus sueños no volviesen a traerle recuerdos de lo que jamás volvería a ser.

martes, 13 de junio de 2017

Recogiendo la caca.

Era la estación más fría del año. El día más frío del año. Estaba en casa de su abuelo, cenando con él, con su hermana, con su sobrinilla de un año y con el perro casi extinto de su abuelo. Sucedió que el perrito, que ya estaba viejito, se había desorinado otra vez en la cocina. Así que fue a por la mugrienta fregona para recogerlo. Fue imposible contener una arcada. El agua estaba negra y hedía a fosa común de señorito andaluz. Era como si hubiesen arrojado cientos de cadáveres engominados para atrás con los caracolillos en la nuca, las banderas españolas en las muñecas, en los cinturones, en los gemelos de la camisa, en todas las partes de la camisa, y en las venas del cirio, y después hubiesen tirado una cerilla con desprecio a aquel material altamente inflamable. Total, que se puso a recoger el líquido con la fregona como pudo, intentando no vomitar, y cuando terminó le sugirió a su abuelo: "oye yayi, ¿te parece que baje al perro para que se dé una vuelta y si quiere que defeque?". Respuesta afirmativa. Así que cogió la correa. La miró con horror, los dedos se le quedaban pegados. Oscuras manchas pegajosas se extendían como la marca que dejan las olas en la arena de la playa. Sin pensárselo más, agarró al perro, le enganchó a la correa, cogió un par de bolsitas para la caca y se bajó. Mientras descendía en el ascensor, notó que su tripa protestaba. Sus intestinos eructaban. Eran regüeldos que empezaban suave e iban creciendo en intensidad vibrante y ronca hasta desvanecerse de igual manera que habían venido. Los había que tenían el mismo sonido que le pondrían a un velocirraptor cría en una película, un sonido que era como una mezcla de reptiliano y gorgoteo de loro. Una vez abajo, el frío no ayudó a calmar el malestar de sus vísceras. Las protestas se extendieron del intestino delgado hasta el grueso. El apéndice vibraba y se constreñía. De pronto miró al perrillo. Se sacó una de las bolsas de plástico del bolsillo y la miró pensativo. Y dijo en alzada voz: "Perro, igual estas bolsitas me hacían más falta a mí que a ti. Ojalá supieses recoger cacas". A lo cual el perro contestó: "hombre, dicho y hecho. Alíviate, no te cortes, que es de noche, hace frío y no hay nadie. Ahí detrás es un buen sitio", y señaló con su bigotudo hocico a un matorral. Sin pensárselo dos veces, y sin tener tiempo para hacerse preguntas sobre la situación, se bajó los pantalones mientras se acercaba al matorral. Llegó a él con el culo ya casi en pompa y en cuclillas y se puso a disparar. Tras terminar, se subió los ropajes y, el perro pasó por su lado haciéndole a un lado, y con una de sus manitas agarrando la bolsita de plástico, comenzó a recoger el pastelito. Hizo un nudo perfecto, se acercó a una papelera y lo tiró. "Tranquilo -dijo el perro con voz serena y solemne-, aquí no ha pasado nada". Con una mirada de asentimiento, el muchacho y el perro se subieron de nuevo a casa y no se volvieron a dirigir una palabra más en castellano.