Era la estación más fría del año. El día más frío del año. Estaba en casa de su abuelo, cenando con él, con su hermana, con su sobrinilla de un año y con el perro casi extinto de su abuelo. Sucedió que el perrito, que ya estaba viejito, se había desorinado otra vez en la cocina. Así que fue a por la mugrienta fregona para recogerlo. Fue imposible contener una arcada. El agua estaba negra y hedía a fosa común de señorito andaluz. Era como si hubiesen arrojado cientos de cadáveres engominados para atrás con los caracolillos en la nuca, las banderas españolas en las muñecas, en los cinturones, en los gemelos de la camisa, en todas las partes de la camisa, y en las venas del cirio, y después hubiesen tirado una cerilla con desprecio a aquel material altamente inflamable. Total, que se puso a recoger el líquido con la fregona como pudo, intentando no vomitar, y cuando terminó le sugirió a su abuelo: "oye yayi, ¿te parece que baje al perro para que se dé una vuelta y si quiere que defeque?". Respuesta afirmativa. Así que cogió la correa. La miró con horror, los dedos se le quedaban pegados. Oscuras manchas pegajosas se extendían como la marca que dejan las olas en la arena de la playa. Sin pensárselo más, agarró al perro, le enganchó a la correa, cogió un par de bolsitas para la caca y se bajó. Mientras descendía en el ascensor, notó que su tripa protestaba. Sus intestinos eructaban. Eran regüeldos que empezaban suave e iban creciendo en intensidad vibrante y ronca hasta desvanecerse de igual manera que habían venido. Los había que tenían el mismo sonido que le pondrían a un velocirraptor cría en una película, un sonido que era como una mezcla de reptiliano y gorgoteo de loro. Una vez abajo, el frío no ayudó a calmar el malestar de sus vísceras. Las protestas se extendieron del intestino delgado hasta el grueso. El apéndice vibraba y se constreñía. De pronto miró al perrillo. Se sacó una de las bolsas de plástico del bolsillo y la miró pensativo. Y dijo en alzada voz: "Perro, igual estas bolsitas me hacían más falta a mí que a ti. Ojalá supieses recoger cacas". A lo cual el perro contestó: "hombre, dicho y hecho. Alíviate, no te cortes, que es de noche, hace frío y no hay nadie. Ahí detrás es un buen sitio", y señaló con su bigotudo hocico a un matorral. Sin pensárselo dos veces, y sin tener tiempo para hacerse preguntas sobre la situación, se bajó los pantalones mientras se acercaba al matorral. Llegó a él con el culo ya casi en pompa y en cuclillas y se puso a disparar. Tras terminar, se subió los ropajes y, el perro pasó por su lado haciéndole a un lado, y con una de sus manitas agarrando la bolsita de plástico, comenzó a recoger el pastelito. Hizo un nudo perfecto, se acercó a una papelera y lo tiró. "Tranquilo -dijo el perro con voz serena y solemne-, aquí no ha pasado nada". Con una mirada de asentimiento, el muchacho y el perro se subieron de nuevo a casa y no se volvieron a dirigir una palabra más en castellano.