martes, 23 de mayo de 2017

Recuerdos inertes.

"¡Ah! ¡Hola! ¿Eres tú? - dijo con una voz suave, como un susurro suspirado. Su propia voz le sonaba lejana y un poco temblorosa de la emoción-. Dime que eres tú, por favor. ¡Ah! Sí, tienes que serlo. Después de tanto tiempo, aún no se me olvida tu voz. Sigue siendo tan dulce como siempre. Sé que eres tú. Nadie más me llamaba así, "mi María querida". Nadie. Pero dónde estás, no te veo. ¿Te has ido? ¿Por qué te has ido? No me dejes otra vez. No te vayas. No te veo. Por favor, vuelve, dime algo, ¡no te vayas! Repítemelo. Repite mi nombre - suplicaba desesperada -. Aunque sea sólo una vez más - la voz se le quebraba -. No te vayas por favor - silencio -. ¡No me dejes! - su grito sonó desgarrador en las profundidades de la oscuridad que la aislaba y la condenaba al ostracismo de su pensamiento".

Mientras el eco de sus súplicas seguía rebotando en el interior de su cabeza, su mirada vegetal permanecía perdida en cualquier rincón de la estancia. Los ojos, inanes, estaban abiertos como los postigos de las ventanas destartaladas de una casa abandonada. Un hilillo de baba caía brillante y viscoso desde la comisura de la boca: "¡Ay qué lástima llegar a tan mayores, ¿verdad?!", dijo la obtusa enfermera de cerebro esponjoso hacia cualquiera que pudiese escuchar su hueco comentario mientras le secaba la barbilla con un papel.

Al fin se quedó sola. Sola sin la vacía compañía de aquella inútil enfermera. Sola con el mismo eco de antes, que seguía torturándola en su interior.  Sola con su imposibilidad. Una lágrima cayó desde la comisura de su ojo y manó triste por entre los cauces de su arrugada cara. Ya no había nadie para secársela. Mejor, no quería que nadie le robase la pena que a él, y sólo a él, le dedicaba en su vegetativo silencio.

domingo, 21 de mayo de 2017

Contra todo.

Una caña, un cigarro y un libro. De esa guisa se encontraba en una calle de un barrio de clase estúpida. De clase acomodadamente estúpida. Levantó los ojos del libro y en qué momento. Más le habría valido no apartar los ojos de la tinta. Ahora se maldecía. Grupos de aborrescentes, ellos como futbolistas reggaetonianos, ellas como putas reggaetonianas. Parejas de jóvenes padres con uno, dos y hasta tres hijos. Todos vestidos igual. Parejas de jóvenes sin hijos, pero no porque no quisieran, sino porque quizá todavía no se habían casado. Detestada vejez inevitable renqueando en sus bastones. Paseantes con pulseroides abanderadas de rojo y gualda, polos con aguerridos caballos, zapatos sin calcetines. Se estremeció. Miró el cigarro. El cigarro le sostuvo la mirada: "¿Qué, yo tampoco te gusto? ¿No soy de tu agrado como toda esta gente que te parece basura?". Anonadado hallóse. "Pues sí, tú tampoco me gustas, te prefiero con costo". Tras esto, el cigarrillo le escupió su humo a la cara, al ojo, donde más escuece, y saltó de su amargada mano. Con el ojo lloroso lo vio caer. "No te necesito", se engañó. Cogió el vaso de cerveza para dar un trago, y antes de que el líquido le humedeciese los labios, formó una tremenda ola de las que salen resonando desde el fondo y le salpicó la cara. "No me bebas". ¡Dios! Qué pasaba, todo el mundo estaba en su contra o qué. Miró el libro y le dijo: "¿Tú tampoco quieres que te lea?". Sin embargo, el libro se limitó a decir: "No estoy aquí para juzgar a nadie. Cualquiera puede leerme. No me importa cuán merecedores sean los ojos que me repasen y me desnuden con la mirada. Tómame y no pienses más en la putrefacción corrupta de enderredor". Y así lo hizo. No volvió a separar su vista de aquellas voluptuosas frases, aquellos sensuales párrafos, tildes, analogías, metáforas, hipérboles, alegorías y oxímorons. Y se mantuvo siempre fiel a la lectura, la única virtud que jamás le traicionaría.

jueves, 18 de mayo de 2017

Pestilencia eterna.

Pensaba, lo cual últimamente era sinónimo de llorar, si un yonki rehabilitado echaría de menos la heroína. Se encontraba fumando un cigarrillo de liar. Una nube de humo se arremolinó frente a él a la vez que se desvanecía. Se preguntaba si se podía echar de menos algo de lo que se había disfrutado con fruición hacía tiempo, pero que era dañino. Algo que conscientemente se sabía que era perjudicial y lo sería siempre. Exhaló un suspiro cargado de humo. Era como soltar vaho por la boca cuando hacía frío, pero sin hacer frío. Era como vivir encadenado, pero sin cadenas. Era como llorar con ella, pero sin estar ella. Era como respirar aire puro, pero con las flatulencias de mil tubos de escape alrededor. Dio otra calada. Mantuvo un poco el humo en sus pulmones y lo soltó lentamente. Aquel humo se le escapaba para siempre. Para no volver nunca. Y se quedó solo. Sentado en la hierba. Pensativo. Lloroso.

jueves, 11 de mayo de 2017

Ya es tarde II.

Estaba un día con un buen amigo. Uno de esos que han sido una parte muy importante de ti durante una época de tu vida y que el tiempo ha hecho que os distanciéis, pero aún así, al volveros a ver es como si no hubiesen pasado lustros. Pues estábamos tomando algo, y surgió una conversación sobre antaño, y eso me llevó a preguntarle por ella. Una persona que teníamos en común y que también fue parte de mí en otro tiempo. Una persona que fue yo, que lo fue todo y que lo siguió siendo aún en la distancia, pero que las maltrechas y desgraciadas circunstancias hicieron que nuestros caminos se escindiesen irremediablemente. Le pregunté que si sabía algo de ella. Y me dijo que sí, muy serio. Su rostro se demudó. Me miró y me dijo: "Ha muerto". En ese momento, mis entrañas emitieron un crujido al colapsarse. "Pensaba que lo sabías. Me extrañó no verte en el entierro". Yo tenía la mirada perdida en algún lugar del suelo. Le dije que no muy quedamente con la cabeza. De pronto, un calor sofocante, semejante al que me envolvía cuando la veía, me inundó. Mil pensamientos me vinieron a la cabeza. Todo aquello que había pensado en algún momento que podría hacer por recuperarla, por retomar el contacto, de pronto me asedió en estampida. Todo aquello que siempre había pensado que podría hacer ya no podía hacerlo. ¿Por qué no lo hice en su momento? ¿Por orgullo? ¿Por pereza? ¿Porque no era lo que tenía que hacer? Ahora ninguna de esas preguntas tenía sentido. Me veía ridículo y pobre. Triste y solo. Cuando la muerte llega, es cuando empiezas a pensar con claridad, cuando ves las cosas como te habría gustado verlas cuando todavía era posible llevarlas a cabo. Sin embargo, ese es uno de los muchos defectos que tiene vivir, hasta que no te enfrentas a la muerte, no ves las cosas como realmente tendrías que haberlas visto antes. Ahora me llegaban esas palabras que nos decíamos cuando todavía nos queríamos: "¿Te das cuenta de que algún día nos separaremos y tú no sabrás ni que he muerto? Me aterroriza pensarlo", decía yo. "No, eso no va a pasar", decía ella. En aquel momento no eran más que palabras, pensamientos agonizantes pero irrealizables. Eran mortecinas sombras tenues sin suficiente intensidad como para tenerlas en cuenta. Sin embargo, se habían realizado. Se habían hecho realidad. Esas sombras lo habían cubierto todo. Entonces pensé que el tiempo distancia, pero la muerte distancia mucho más. Entonces me quedé inane, con la sensación angustiosa de quien se asoma al vacío, ese vértigo de impotencia, de sentirte indefenso en la nada. Ya no podría jamás recuperarla, ni decirle cuánto la seguía amando, ni volver a discutir con ella, nada. Nada. Apuré mi vaso y, disculpándome, salí de aquel lugar y me marché.

La amada muerta.

Me encontraba dando uno de mis paseos por el cementerio. Era casi de noche y poco quedaba ya de luz. Me movía despacio, acompañado por la ligera brisa que zarandeaba con dulzura las ramas de los solemnes cipreses, por entre las tumbas. Algunas majestuosas. Algunas humildes. Aquí y acullá me detenía sin ninguna motivación concreta a leer los epitafios. Me gustaba saber desde qué edades ancestrales llevaban ahí enterrados los cadáveres. Sin embargo, rara vez encontraba una tumba cuyo contenido pudiese considerarse una antigüedad, el muerto de mayor edad que llegué a encontrar era de casi un siglo. También me gustaba calcular, con las fechas grabadas en las losas, la edad con la que habían muerto los habitantes de aquella necrópolis. Quizá se pueda considerar una afición extraña, una parafilia incluso. Sin embargo, a mí me transmitía paz. Mucha paz. No hay nada más tranquilo y exento de problemas que los muertos.

Todo a mi alrededor se encontraba en silencio. Nada se escuchaba. De pronto, me llegó un murmullo suave. Una voz sutil que era arrastrada por el viento. Miré en su dirección y vi a lo lejos un entierro. Pero era un entierro diferente. Tan sólo había congregados un sacerdote, cuya letanía era la que había captado mi atención, y tres hombres, de los cuales dos eran los enterradores. Aquello me maravilló mucho por la extrañeza de la congregación reunida en torno a la tumba y fui para allá.

Para cuando llegué, el sacerdote ya se había retirado y los enterradores estaban terminando de rellenar el hueco con sus siniestras palas, que emitían suaves carraspeos al recoger la tierra y rozar el suelo. El otro hombre permanecía allí. De pie. Absorto. Su gabardina ondeaba con las caricias del circunspecto céfiro. Miraba a la tumba sin pestañear. Con el ceño ligeramente contraído. Pensativo. Respetuosamente tosí para llamar su atención y poder departir con él. El hombre me miró asombrado, como si no se esperase encontrar a ningún vivo por aquellos lares. "Buenas noches", le saludé. El hombre hizo un gesto amable con la cabeza. "Disculpe que me presente así, pero me encontraba dando un paseo y me ha llamado la atención un sepelio tan íntimo. Conocía a la persona, supongo". "Sí", me respondió. No quise insistir más y permanecí callado a su lado con la intención de marcharme tras una respetuosa espera. De pronto, continuó: "Sí, la conocía". Su voz vibró, y sin más comenzó a explicarme.

"Era una amiga de la universidad. El amor de mi vida, pero jamás correspondido. No creo que nunca haya llegado a saber todo lo que la amaba. Es más, ha muerto sin saberlo. Era una persona compleja, peculiar, diferente. Una persona de esas cuya vida fue engendrada para sufrir. Su madre murió siendo ella aún joven. Fue ahí cuando las cosas se empezaron a torcer. Los hombres pasaban por su vida dejando grandes surcos que malcicatrizaban. Yo era el cojín en el que se apoyaba para llorar, sin saber el daño que eso me hacía. Pero no me importaba, la escuchaba. La escuchaba con toda mi atención porque sabía que era lo que ella necesitaba de mí, y si eso era en lo único que podía complacerla, me bastaba. Me entregaba a mi tarea con mayor ímpetu del que me haya entregado nunca a nada. Más tarde encontró un hombre que resultó ser uno de esos maltratadores. En ese momento también recurrió a mí. Fue por aquel entonces cuando comenzó a beber. Después de ese hombre vino otro, con más llantos de por medio. Con más lágrimas borrachas sobre mi hombro. Su familia y amigos la habían dado de lado por su problema incorregible con el alcohol. Sólo yo permanecía. Sólo a mí podía recurrir. Y lo hacía solamente en estos momentos trágicos, pero tampoco me importaba. Al tiempo apareció una persona en su vida que parecía iba a ser su salvador. Yo me alegré, pues me dolía en lo más profundo verla así y no poder hacer nada absolutamente. Nada más que dedicarle palabras reconfortantes. Palabras que se hundían en vasos de ron. Que se perdían en la niebla de unas neuronas ebrias. Pues bien, con aquel hombre tuvo una hija. Pero tampoco funcionó, ya le dije que era una persona difícil. La abandonó, dejándola sola con su hija. Su problema con la bebida se acentuó y por circunstancias desafortunadas le quitaron la custodia. Para ella fue el mayor revés de su vida. Mucho mayor que los moratones que la dejaba aquel desalmado que la maltrataba. Un día, cuando contaba con tan sólo cuarenta y pocos años, me llamó llorosa. Me dijo que necesitaba verme. Yo le dije que en ese momento me encontraba fuera por trabajo. Empezó a llorar. Me dijo que tenía cáncer. Me dijo que le habían dado doce semanas de vida y que ya habían pasado once. Mi esófago se encogió. Parecía que la boca del estómago hubiese subido hasta mi garganta y los jugos estuviesen quemando mi lengua. Le dije que saldría de inmediato. Cuando llegué al hospital estaba tumbada en la cama. Completamente sedada. Macilenta. Amarilla. Demacrada. Ojerosa. Esquelética. Muerta. Nadie había en la habitación. Nadie la acompañaba. Me acerqué con las lágrimas abrasando mis párpados. Le cogí la mano y la estreché con fuerza. Se la besé con todo el furor de que fui capaz, como si al apretar mis labios contra su piel ella fuese a ser consciente de que yo estaba ahí. Le miré los labios y por un momento estuve tentado de besarlos. Pero no pude. No porque me desagradase la idea de besar a la muerte, sino por respeto. Nunca en vida quiso que la besara, y suponía que esa decisión se mantendría en la muerte. Los enfermeros me preguntaron si era yo quien se iba a hacer cargo de su entierro. Por supuesto que dije que sí. Y aquí estoy hoy. Lamentándome por no haber podido llegar antes. Por no haberla podido hacer feliz".

Con esas palabras terminó su historia. Unas lágrimas contenidas amenazaban con salir de sus ojos, así que le miré, le di un golpecito en la espalda y me marché para dejarle a solas para que llorase tanto como pudiese y quisiese a su amada muerta.