miércoles, 30 de noviembre de 2016

A la luz de la luna.

Pasó la mano por encima del libro que llevaba varias décadas durmiendo en el mismo lugar. Sus dedos dejaron surcos temblorosos como su envejecido pulso sobre el polvo. Lo abrió y buscó una página concreta. Una página en la que ella, un día hacía varias décadas, había remarcado un fragmento que rezaba como sigue: ""Nunca me he enamorado, y nunca me enamoraré -afirmó Carmilla-. A no ser que me enamore de ti...". A la luz de la luna, parecía más hermosa que nunca. Tras dirigirme una tímida y extraña mirada, ocultó la cara en mi cuello, entre mis cabellos, respirando agitadamente; parecía a punto de estallar en sollozos y me apretaba la mano, temblando. Su delicada mejilla abrazaba la mía. Murmuró: "¡Querida! Yo vivo en ti, y tú morirás en mí. ¡Te quiero tanto!". Me separé de ella. Carmilla me miraba ahora con unos ojos de los que habían desaparecido el fuego y la vida. Y como si saliera de un sueño, añadió: "Regresemos. Volvamos a casa."". Esto era lo único que le quedaba de ella. Se sentó en su eterna silla frente al ordenador con una canción en bucle y la dosis de droga que le habían dicho era letal. Se la inyectó. A los pocos días le encontraron muerto sobre la silla, frente al ordenador, con la canción "Smile" de World's End Girlfriend de fondo y con una sonrisa amarga en la cara y una página entre las manos, arrancada de un libro, con un fragmento resaltado que rezaba como sigue: ""Nunca me he enamorado, y nunca me enamoraré -afirmó Carmilla-. A no ser que me enamore de ti...". A la luz de la luna...".

lunes, 28 de noviembre de 2016

El alta terrorífica.

Le iban a dar el alta en unos pocos días. Iba a volver al trabajo. Estaba acojonado. Acojonado por la posibilidad de encontrarse con ella. La única persona que había logrado llegar al núcleo, a la más profunda de las murallas concéntricas que le recubrían. La persona que más había amado, amaba y, creía, que amaría nunca. No se veía preparado para afrontar un encuentro, que lo más probable es que fuese un encuentro que daría pie a una situación antinatural, una situación en la que dos personas que se han querido como nada en el mundo, que se han entrelazado en la cama llegando a cotas de placer y niveles de abstracción por encima del común de los mortales, se ven limitados y obligados a ignorarse o como mucho decirse un "hola" de pasada. Ahora mismo cualquier opción le derrumbaría. Tanto si ella le hablase de forma normal, tanto si ella le ignorase, tanto si sólo le saludase y después le ignorase, como que ella quisiese tener una conversación sobre lo que había ocurrido. Todo le acojonaba por igual, sabía que le iba a derruir con tanta facilidad como Godzilla un rascacielos. O no, quién sabe. Lo único certero es que volvía y no quedaban más cojones que afrontarlo. Y así lo haría.

Pasando la ITV.


I.

Lleva sonando el despertador desde las ocho cero cero de la mañana. Son las once menos diez. Lleva sonando el despertador tres horas y tú dándole al snoozer sin parar de forma automática, solamente te enteras de que está sonando a la hora límite que te habías puesto mentalmente al acostarte el día anterior como tope para levantarte. Estoy convencido de que eso es una mejora evolutiva del ser humano. Bueno, te levantas, te desayunas las dos pastillitas, antidepresivo y ansiolítico, utilizando el agua de la jarra que está al lado de tu cama que solamente lleva dos días estancada ahí y tiene cuatro pelusas flotantes de pelo de gato. Más sustancia. Vas al baño y te duchas. Y cuando vas a coger el albornoz, porque eres un vanidoso y usas albornoz, no está, al parecer la asistenta lo echó a lavar y estará en las cuerdas de la terraza secándose. Sales de la ducha en un estado de hipotermia casi everéstico y te secas como puedes con la toalla de las manos. En ese momento, mientras los dientes te castañetean, te das cuenta de que no te has llevado la ropa para vestirte y vas a tener que salir en pelotas y llegar hasta tu cuarto sin que te vea la asistenta. Abres la puerta del baño y te asomas, agudizas el oído para ver si está cerca. No, no lo está. Sales corriendo con la campana penduleando y tañendo contra tus muslos. Tolón tolón. Llegas a la habitación y tienes que buscar la ropa entre el revoltijo de la silla. Pero primero tienes que mirar en el cajón de la ropa interior si te queda algún calzoncillo limpio y no tienes que repetir el de los días anteriores. Todo sale bien, tienes calzoncillos limpios, calcetines y encuentras rápido la ropa que te vas a poner. La camiseta es la del pijama, así que no había problema, estaba sobre la cama a la vista, los pantalones, los que estaban los primeros en la silla, y ya luego la sudadera, el palestino y el Carhart.

II.

Te bajas a buscar el coche, pero el portero te intercepta, muy majo, pero muy hablador. "¿Qué, vas al médico a por el alta?", pregunta un tanto intrusivo. "No, voy a buscar el coche para pasarle la ITV", respondes simpático, porque eres simpático además de vanidoso. Y lo siguiente que te dice es: "Hay un cadáver ahí tirado en la calle". Claro, te descojonas porque la frase no tiene  desperdicio y no sabes a qué viene. "No no, en serio, acaba de morir una mujer". Y sin que le preguntes te cuenta muchas cosas, te dice la edad que tenía, de quién era madre ("de la de la peluquería que está allí donde el chino que tiene unas escalerillas"), el motivo del deceso, "parada cardiorespiratoria", y por poco no te dice la ropa que llevaba puesta y la talla. Lo único que puedes responder en el sopor en el que te hacen flotar las pastillas es: "Joder, qué mal rollo". En esto que llega un vecino, uno de esos que jamás abre la boca para decir un hola ni un gracias, sin embargo parece interesado en las lucecitas de colores que hay al fondo de la calle y pregunta: "¿Qué ha pasado?". Y el portero responde: "Que se ha muerto una señora, Dios la tenga en su gloria". Tus neuronas no dan más abasto, tienes que salir de allí, bastante tienes con tener que llevar el coche a pasar la ITV. En ese momento de despiste que se ha producido por la pregunta del vecino coges y dices: "Venga, hasta luego, que me voy a lo de la ITV". "Adiós" responde el portero, que no el puto vecino que ya tendrá con el suceso dos horas de conversación con su mujer, ya tiene hecho el día.

III.

Por fin te pones en camino para encontrar el coche que está aparcado, según las indicaciones de tu hermana, en tal calle en la acera de la derecha en la puerta lateral de tal colegio. Tú vas y llegas al punto concretado. Ahí no hay coche. En ese momento tus no ganas de tener que conducir y pasar la ITV, trámite del que, por otro lado, jamás te has encargado, y tus ganas de quedarte en casa te sugieren la idea de que igual se lo ha llevado la grúa o lo han robado, por lo que como no puedes hacer nada tendrás que volverte a casa y llamar en un rato a tu padre o hermana para poder acordar un plan de actuación para el día siguiente. Sin embargo, la responsabilidad te puede, porque aparte de vanidoso y simpático eres diligente. Así que se te ocurre la buena idea de dar una vuelta al colegio por si acaso el coche no estuviese exactamente en ese punto. ¡Tate! Lo ves en la calle paralela. Te subes y pones un CD, que aunque no suele pillarlos, confías en que esta vez lo coja y suene. Tarda pero lo coge, ¡puta madre! Pones el GPS del móvil para poder llegar al taller, que eres un cepo de la orientación. El CD deja de sonar a la tercera canción. Y aunque tampoco seas un ser multitarea, te ves fuerte para, mientras conduces adormecido por las pastillas, sacar el CD, echarle vaho y limpiarlo contra la pernera del pantalón. Lo vuelves a meter, pero tampoco funciona. En ese proceso has podido atropellar a una vieja con su carrito, darle por detrás a un coche y empotrarte contra los coches aparcados a la derecha, pero no ha pasado nada de eso. Flipas, no sabes si por las pastillas o porque no ha pasado nada. Te jodes y tienes que poner la radio, ROCK FM, manda cojones que eso sea lo único escuchable, y encima, aparte de escuchar las subnormalidades del locutor que se ve que le cuesta leer el texto que le han puesto delante para dar datos inútiles sobre la mierda de música que suena, llegas a la mejor parte que tienen todas las cadenas y programas de radio, esa parte en la que participa el pueblo, la plebe. Lo llaman el trío, por lo visto eliges tres canciones y te las ponen. Lo curioso es que si hacen eso del trío no sé cuántas veces al día y todos los días con propuestas de gente diferente, cómo es posible que todos elijan siempre las mismas. Es como la Santísima Trinidad, un misterio que sólo es resoluble por un acto de fe.

IV.

Llegas al taller de la ITV, sólo te has equivocado dos veces por no hacer caso de lo que decía el GPS, no porque no quisieras hacerle caso, sino porque ibas tan anonadado con los temazos de la radio y dándole vueltas al misterio anteriormente mencionado que se te pasa. Bueno, que llegas. Aquello es una sobredosis de información, la cual la tienes que asimilar en décimas de segundo, porque hay coches detrás. A la izquierda hay una especie de parking, delante los barracones donde imaginas inspeccionan los coches, de frente a la derecha una especie de control de peaje con tres carriles, uno para "Cita previa", otro que no pone nada y el tercero para "Sin cita previa o vehículos desestimados (o algo así)". Vas pegado al volante, guiñando los ojos con el ceño fruncido para enfocar mejor de lejos, con el cuello estirado como un pájaro y acariciándote con una mano la perilla, porque no estás seguro de en qué carril debes meterte. A ver, cita previa no tienes porque no has pedido, en el que no pone nada, parece ser que no hay nada que hacer porque no hay ningún coche esperando, así que vas al tercer carril, donde había un vejete con su coche asomado a la ventanilla y sacando y metiendo papeles dentro y fuera del coche, respectivamente. Eso te da confianza. Vas y te pones detrás. Cuando termina avanzas hasta la taquilla. La ventanilla consta de un cristal negro a través del cual no puedes ver y no sabes si hay un ser humano, y como no escuchas a nadie que te diga nada buscas el típico botoncito de los peajes que da los tiques, pero no lo hay. Te extrañan dos cosas, una que no haya botón, y otra que en caso de que no haya nada de botones, con quién intercambiaba el señor de delante los papeles. De pronto una voz te da los buenos días y te quedas mirando a la ventanilla oscura. Hay una especie de criatura en esa madriguera que te ha estado observando durante medio minuto cómo te movías como un reptil disminuido psíquicamente dentro del coche y asomándote por la ventanilla buscando algo. Total, que le respondes a los buenos días con un "Hola, oye, ¿qué papeles tengo que darte?". Y te contesta: "El permiso de circulación y la ficha técnica del vehículo". Bueno, tus neuronas están en su punto de ebullición, llevan trabajando sin parar y a un ritmo frenético desde que te levantaste hace media hora. El permiso de circulación, piensas. Y sacas el carné de conducir y se lo das. La mística voz te dice: "No, eso es tu carné de conducir. Necesito el permiso del coche". "Efectivamente", respondes, "Es mi carné de conducir". Pfffff, y qué cojones es el permiso del coche y dónde está. Sacas de la guantera un librito verde, lo abres y allí ves cien millones de papeles con letras como escritas a máquina, un nuevo jodido infierno de información. Coges un librito pequeño que hay dentro y se lo das. "Esto es", te dice, puf, alivio oportunísimo, una cosa menos. Ahora toca la ficha técnica. "Perdona, qué es la ficha técnica", hay que tener en cuenta que todo esto sucede mientras tu mente está vestida como por una especie de neblina por los pastillotes y pelusas de pelo de gato que desayunaste. "Un papelito verde con sellos bla bla bla". "Emmmm, sí, mire, aquí está", y le entregas toda la carpetita verde con tooooooodos los papeles, y le dices: "Alguno de esos será, ¿no?". "Sí, éste". Hale, todo resuelto, te devuelve todo y te dice: "Por vía 2". "Venga, muy amable, gracias por nada", y te vas a la vía 2.

V.

Pasas por la vía 2 y te inspeccionan lo único que le quedaba al coche por inspeccionar y por lo que no había aprobado la vez anterior que lo llevó tu padre. Todo bien. Sueltas el aire de tus pulmones aliviado, y por el ojete también exhalas un suspiro de alivio para celebrarlo. "Adiós pringaos, hasta dentro de un año", piensas. Para salir de allí no te pones el GPS, imaginas que las indicaciones de las señales y tu memoria prodigiosa para recordar los sitios por los que pasas te servirán. Efectivamente, no te sirven, habías confiado demasiado en tus capacidades, así que te pierdes en una glorieta. Te quedas dando vueltas, una, dos, tres, cuatro y hasta cinco, hasta que eliges una salida al azar, a algún lugar llevará. Hoy es tu día de suerte, has acertado. Sales a la autovía y te vas satisfecho a casa. Al parecer, al volver, como no ibas muy seguro de por dónde ibas y conducías al límite inferior de velocidad, has irritado a unos cuantos conductores que te pasan pitando, mirándote mientras sueltan juramentos mudos y echan maldiciones. Imaginas que pensaban que al volante iba una señora de cincuenta años, pero no, eras tú, hijos de puta. Pero no les guardas rencor, de hecho, cada vez que te adelantan cabreados les saludas dedicándoles tu mejor sonrisa irritante. Esperas que hayan llegado a un estado de irritación tal que les haya petado la almorrana. Y nada, llegas a tu casa sin mayores percances. Subes. Y lo que haces es saludar a la asistenta y refugiarte en tu cuarto. Te lías un petardo de los que no explotan y te pones de fondo "My Sound" de Skarra Mucci en bucle, un rastafari que una amiga tuya ha tenido el acierto de darte a conocer, se lo agradeces muchísimo mentalmente, esperas que le lleguen las vibraciones. Esa canción y no otra, y ese porro y no otro, es lo único que necesitas en ese momento, porque si algo eres aparte de vanidoso, simpático, diligente, cepo de la orientación y señora de cincuenta años al volante, es un fumeta anacoreta misántropo que quiere que le desenchufen de Matrix de una puta vez.

viernes, 25 de noviembre de 2016

Maldita miseria.

Se mesó el tupido vello púbico mientras los miraba. Con esa misma mano se mesó el tupido cabello craneal mientras los seguía mirando. Él estaba apoyado en la barra con una copa en la mano que no había mesado nada. Ellos dos no estaban hacia donde él miraba. Estaban en su imaginación. Felices. Recostada ella sobre él en el sofá. Ambos se querían mucho. Él seguía mirándoles mientras le daba sorbos a la copa que le alimentaban los lagrimales. Se imaginó con ella en el lugar del otro. Movió la cabeza dando cuenta de su estupidez. Tenía que dejar de pensar en ello. Tenía que olvidar aquello tan pronto pudiese. Se volvió a mesar el  tupido vello púbico. Y en esto se le ocurrió una idea. Nada novedosa, pero que le venía bien, o eso creía. Dejó la copa sobre la barra y disimuladamente se puso a manufacturarse un canuto. Eso, eso y no otra cosa le tenía que hacer olvidar, al menos durante aquella noche, la imagen que le torturaba. Se fue fuera del bar y se lo encendió. Se mesó el tupido cabello craneal. Los seguía viendo. Terminó el porro y seguía viéndolos, incluso fuera del garito. Maldita miseria. Cómo olvidar entonces. Qué hacer. Ante la perspectiva de no poder hacer nada para cambiarlo se mesó el tupido vello púbico y volvió dentro del bar. Y volvió a beber. Y volvió a arroparse con la misma miserable miseria de siempre.

miércoles, 23 de noviembre de 2016

Gris.

El color de las hojas. El suave mecer del viento frío que las acuna lentamente. El edredón mullido que arropa la luz del sol bañando las calles de luz gris. El suelo mojado oscurecido por la lluvia recién caída. Todo es más relajante. Incluso el sonido de fondo de la calle que se cuela por la ventana entreabierta, las sirenas que se escuchan a lo lejos, todo está cubierto por un manto de romanticismo, tristeza y languidez que se convierten en la mejor compañía, en la única que no incomoda. Gris, no te tornes negro. Tampoco tomes una gama colorida. Mantente, gris, conmigo, no salgas de mí.

martes, 22 de noviembre de 2016

Maldigo.

Quiero volver a dibujar tus contornos con mi lengua. A leerte las clavículas y la cara con mis dedos. Quiero poder olerte hasta que mis pituitarias se atrofien y en mi boca sólo quede hueco para tu sabor. Quiero que ocupes el resto de mi cama que no ocupan los gatos. Maldigo el día en que los dioses jugaron a entrelazar nuestros caminos y nuestros cuerpos para luego separarlos sin más. Maldigo a la vida que siempre me hace llegar tarde a todo lo que me gusta. Me maldigo por no haber sido capaz de mantenerte a mi lado. Por no haber podido hacer que nuestras salivas fuesen la misma y una sola para siempre. Maldigo el espacio que nos separa. Maldigo la distancia que no permite que respire del aire que exhalas. Maldigo mi existencia, más miserable y penosa cada unidad de tiempo que no compartimos. Y maldigo mi incapacidad para querer olvidarte.

sábado, 19 de noviembre de 2016

El amigo tonto.

Es viernes y sales a dar una vuelta con tus colegas, por qué no. Vas a Lavapiés, que si Achuri, que si Revuelta, que si Calvario que si... cualquier garito que mole de allí y todavía no haya sido conquistado por los pijos modernos decapitables, como sucedió con Tribunal y Malasaña. Resulta que acabas en Alonso Martínez. Alonso Martínez. Hacía cuánto no pisabas esas aceras. Mil años. Pero no importa, una noche es una noche. Vas a un garito al que no ibas hace millones. Casi consigues que te echen por intentar coger una parte del mobiliario del garito. Bueno, salvas la situación porque antes te hiciste medio amigo del puerta cuando fumabas. Tú sigues a tu historia, y llega una piba, a la cual tú no has hablado, es ella la que te habla. Y te empieza a dar una chapa psicológica del porqué no miras a los ojos cuando hablas, del porqué mueves tus manos de tal manera psicótica. Y piensas una cosa, y lo intentas reproducir, pero va tan pedo que no te deja, pero lo intentas: "a ver chica, no te miro a los ojos porque puede que tenga un problema, sólo miro cuando estoy acorralado y tengo que atacar, no te toco porque no quiero contacto humano, muevo las manos así porque sí, no tengo explicación". Pero ella sigue insistiendo y acercándose a tu boca, y te apartas, porque no estás en condiciones de querer nada, ni de liarte, ni de besos, ni de follar. No quieres, tienes a otra persona en mente, aunque no deberías, pero es así. Y cuanto más te retiras cortésmente, más se acerca. De hecho casi te obliga a que la invites a acompañarte a por una cerveza. Y cuando llegas a la barra, llega el colega idiota. El típico que nunca, jamás, se la va a follar, pero que si él no puede, que nadie pueda. El típico panoflas de la uni que lleva detrás de ella más de un día y patosamente lo intenta, pero es que pasa de él, pero lo sigue intentando, y pasa de él, hasta tal punto que te buscó a ti. Sin embargo, le come el tarro cuando ha llegado a la barra a pedir el tercio para los dos, para ti y para ella, para ambos. Y es en ese punto cuando de repente ella parece entrar en razón y, de repente, hace que no te conoce, hasta el punto de mirarte mal. Entonces, miras en derredor, te miras las manos, miras el tercio que no querías, al cual te iba a invitar. Miras. Y se pira. Se pira el tonto de las pelotas y la piba, tonta de las pelotas. Y te quedas con cara de "quécojoneshapasadosiyonoqueríanadaconnadienitampocountercio". Y qué haces después de haber aguantado la chapa de la piba, las miradas del tonto y el truco o trato en el que te toca pagar el tercio, pues pagas el tercio. Y al final igual ni te lo bebes. Te piras del garito con la sana intención de asesinar a gente, con las ganas de ser Anomander Rake con un porro en la mano, y en la otra Dragnipur para decapitar a infames. Sobre todo a esos subnormales que jamás follarán y que quieren que el resto no folle debido a su inutilidad para conseguir acceder a unas bragas.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Carta sin destino II.

Se encontraba sentado en un banco frente al buzón de correos amarillo. En una mano llevaba una carta para ella. En la otra portaba un porro. Le dio una calada mientras se dejaba congelar por el gélido aire que le acariciaba implacable y sin remordimientos. Exhaló el humo y lo miró. Lo vio retorcerse indefenso y a merced del ataque de la potente brisa. Sintió su sufrimiento como si fuese el suyo propio. Mientras, pensaba en qué era más complicado y doloroso, si el tener que olvidar a alguien por imposición, o el hecho de querer ser olvidado por ese alguien. Miró el sobre con la carta. Miró el buzón. Miró el porro. Le dio otra calada y saboreó el mareo. Ciertamente, no tenía ni idea de qué le costaba más, si olvidarla o que ella hubiese decidido olvidarle, pero aquello qué importaba. Así que tiró la chusta al suelo y volvió a mirar el buzón. No la metió en él. Si ella había decidido olvidar, para qué insistir en mantenerse en el recuerdo de alguien que no quiere ese recuerdo. Y como no era amigo de la insistencia cansina y contumaz, la partió en dos mitades. Y luego en otras dos. Y así hasta que ya no pudo hacer más pequeños los trozos de papel. Y lo que hizo después fue verterlos como lágrimas en la papelera que había al lado. Para qué entregarla.

lunes, 14 de noviembre de 2016

La flor.

Había un payaso con la chaqueta un poco raída y descolorida. Los calcetines desparejados en altura, uno por el tobillo y el otro por la pantorrilla. La pintura de la cara se le había corrido y mezclado. Se encontraba en un hermoso y fértil campo de flores. Las había de todos los tipos y colores. Iba encorvado, como buscando algo. Rápidamente, la noticia se había extendido por entre todos los animales de aquel vistoso campo. Un colibrí se acercó y le dijo: "¿Qué es lo que buscas payaso?". "Una flor. He perdido la que tenía en la solapa y estoy buscando una con que sustituirla", respondió el payaso en un tono plañidero. "¡Oh! No te preocupes por eso", dijo el colibrí en un tono desenfadado y alentador y prosiguió: "Aquí tienes todas las flores que quieras, seguro que encuentras una con que sustituir a la anterior. Mira, allí están las más grandes y hermosas, hazme caso, que yo desde las alturas puedo verlas todas y te aseguro que son las mejores". El payaso le dio las gracias con una reverencia sosteniendo su mustio sombrero entre las manos y a la altura del pecho y fue a ver. Las observó y examinó con paciencia, pero aquello no le satisfacía. Cogió algunas y las acarició, pero es que él no quería esas grandes flores de fuertes tallos, él quería su flor. Tal y como era, tal y como había sido. De pronto escuchó una voz que le dijo: "Payaso, sabemos lo que buscas y entendemos del tema". Una pareja de regios y maravillosos ciervos se encontraba frente a él: "Allá encontrarás las más sabrosas y revitalizantes flores que jamás hayas visto", dijo el ciervo macho a la par que hacía un ademán con la cornamenta para señalar. El payaso le dio las gracias humildemente de igual forma que al colibrí y marchó para allá. Efectivamente, se las veía flores sabrosas y jugosas. Buscó un rato, pero aquello tampoco le satisfizo. Él no quería flores sabrosas ni jugosas, él quería su flor. Tal y como era, tal y como había sido. Quedó triste, casi sin esperanza, cuando de repente escuchó un zumbido junto a su oreja que le decía: "Señor payaso, no hagas caso de ninguno de estos ignorantes, mira allí", era una abejita pequeña que señalaba con una de sus patas hacia allí. Continuó: "Allí se encuentran las flores más llamativas, de colores más vivos y con el mejor polen de toooooodo el campo". El payaso repitió una vez más su reverencia y fue hacia allá. Sí, definitivamente allí se encontraban las flores con los brillos más encantadores que arrobaban los sentidos. Unos colores como antaño hubiesen cubierto su rostro alegre. Buscó. Buscó. Cada vez más encorvado. Llegó a encorvarse tanto que acabó gateando. Ya comenzaba a anochecer cuando una silueta negra crascitó frente a él. Un enorme cuervo negro de brillos azulados le miraba entre curioso, entretenido y apenado. Le dijo: "Payaso, te llevo observando todo este tiempo. Eres un necio, si me permites el adjetivo. ¿Tanto querías a aquella flor?". El payaso le miró lloroso y asintió con el sombrero entre las manos a la altura del pecho. El cuervo dijo: "Si tanto la querías ¿crees acaso que aquí o en cualquier lugar vas a encontrar una sustituta? ¿Crees que ninguna de estas flores se puede igualar en belleza y compañía a la que antes vestías en tu solapa?". El payaso negó con la cabeza convulsionado por el llanto. "Por mí puedes quedarte aquí", continuó el cuervo: "Yo no soy ningún experto en flores pues no me alimento de ellas ni me gustan. Me alimento de carne muerta, como en la que te convertirás tú si sigues buscando a la sustituta. Puedes seguirla buscando o puedes irte y dejar de buscar. Si dejas de buscar, lo peor que te puede pasar es que nunca encuentres otra flor, y lo mejor, que aparezca sola como apareció la anterior. Si sigues buscando, tanto lo mejor como lo peor es que nos sirvas a mí y a los míos de comida. Tú decides". Y sin más el cuervo desapareció en la oscuridad. El payaso miró hacia el lugar por el que se había marchado aquel misterioso ser y se puso el sombrero. Sin decir nada, comenzó a caminar sin dejar de llorar para salir de allí mientras agradecía mentalmente y con verdadera efusividad las palabras del cuervo.

martes, 8 de noviembre de 2016

Las cuatro estaciones.

Primavera.
Vas por el parque que está al lado de tu casa. Vas observando lo bonito que está, los distintos verdes de la hierba y de los árboles. Las flores y sus aromas. Y hablando de aromas, en ese momento te percatas de que tienes el demonio llamando a las puertas de tu ano. Te subes rápido a casa y entras en el váter. Ya no huele a flores, pero te sientes florecer. Y así es como se giña en primavera.

Verano.
Estás en cualquier albergue o camping. Un incómodo apretón te estruja los intestinos, todos, el grueso y el delgado. Llevas comiendo demasiados días seguidos pan de molde recalentado en el maletero del coche o en la mochila o en la tienda de campaña, con salamis y chorizos avinagrados de oferta, recalentados de igual manera. Vas a los baños y recorres una a una las puertas a ver cuál es el claustrofóbico habitáculo libre que tenga menos mierda. Los hay que tienen un pastel y no precisamente de miel, como decía Mamá Ladilla. Encuentras uno que, sin ser de tu agrado, puede valer. Pones los cuatro papeles que separen tu piel del plasticucho de la taza y te alivias. Te quedas nuevo, sales como salen las zapatillas de la lavadora, como nuevo. Y así es como se giña en verano.

Otoño.
Vuelves a casa. El ambiente está fresco y húmedo. El cielo lluvioso y el suelo mojado. Te gusta. Sin embargo eso es peligroso, las hojas pegadas a la acera resbalan. Y te resbalas, y en el acto de hacer el esfuerzo para no escoñarte aprietas todos los músculos de tu cuerpo, incluido el vientre. ¡Uy! Casi te hostias y casi te giñas por partes iguales. Es necesario llegar a casa. Llegas y vas directo al váter. Ni siquiera te pones la ropa de estar a gusto en casa. Y te alivias en tonos muy a juego con la estación. Y así es como se giña en otoño.

Invierno.
Llevas giñándote todo el día en el curro, pero pasas de ir ahí porque te da asco, aparte de que la giñación es un acto que hay que hacerlo a gusto y relajado, y en el trabajo no se da ninguna de esas dos condiciones. Estás volviendo a casa y parece que se te han pasado las ganas. Pero tu cuerpo es sabio y detecta, no se sabe cómo, que estás cerca. Y cuanto más te aproximas a la puerta de tu casa, lo que antes no te incomodaba ahora empieza a empujar como la escoria del metro para entrar por las mañanas al vagón. Llegas al váter. Hace frío, y la taza está congelada. Así que lo primero que apoyas son las manos en la parte delantera para, a continuación, situar sobre ellas la parte delantera de tus muslos y minimizar daños. Pero los glúteos caen a plomo sobre la parte trasera de la porcelana. Todo se te encoge, incluso el orto. Hasta la caca, que antes se la veía tan intrépida, desrecorre el camino que había estado haciendo durante todo el día. Y cuando ya se ha quedado la taza caliente, ya la caca decide que puede salir y se lanza al agua como los niños a las piscinas, haciendo una bomba. Y así es como se giña en invierno.

Conclusión.
Como decía Eskorbuto, "y en el culo tengo una herida por donde se escapa toda mi vida".

Telefonillo cabrón.

Estás solo en casa esta semana porque tu familia se ha ido fuera. Por fin estás solo. Completamente solo. Salvo por la inapreciable compañía de tus gatos. No esperas ni siquiera al cartero comercial. Te terminas de manufacturar uno de esos que te nubla los sentidos compartiendo silla con uno de los gatos. De pronto, y sin venir a cuento, suena el telefonillo. Todos os sobresaltáis, los gatos y tú. Te encoges en la silla cual rata acorralada en un rincón del susto que te ha dado aquel estridente sonido y miras hacia la puerta de tu habitación asesinando mentalmente a quien haya tocado el botoncito del telefonillo. Los gatos, más ingeniosos, también se sobresaltan y corren a refugiarse en la oscuridad del armario. Por un momento te planteas el hacerte pasar por gato e ignorar la llamada, pero no, vas a abrir. La chica de la limpieza. ¿La chica de la limpieza? Pero para qué vienes, si estoy solo y casi no mancho y ya he fregado yo los cacharros joder. La abres con desgana y esperas a que suba. Cuando llama al timbre te vuelves a sobresaltar, no esperabas que tardase tan poco en subir. Abres, saludas, mantienes una conversación lo más cortante posible, pues tiene gran capacidad para el habla superflua e inoportuna y te vas a tu cuarto. Y lo que haces es cerrar la puerta y meterte en el armario con tus gatos hasta que el peligro haya remitido y vuelvas a estar solo.