domingo, 25 de septiembre de 2016

Tu noche de boda, mi muerte.

Ahora en tu cabeza no hay hueco para mí. En este momento ya está hecho, ya te has casado. Ahora mismo estarás terminando el banquete, o bailando, o en la noche de bodas. Estás acostada con él, quizá fabricando vuestro primer hijo, que nacerá en el mismo tiempo que ha durado nuestra historia. Nueve meses. Ahora en mi cabeza sólo hay hueco para ti, aunque lucha por empujarte fuera y vaciar ese hueco que ocupas. Ese hueco que es todo. Os he visto en mi cabeza. Él de chaqué, como no puede ser de otra manera, aristocracia o aires de ello. Tú de novia perfecta. Me imagino tu foto que jamás veré y que grabaría para siempre en mi cabeza si la viese. Tienes que haber estado perfecta. Y me jode. Me jode porque quiero esa perfección a mi lado. Pero sin un cura entre los dos que medie entre nuestro amor. Si te hubiese tenido que prometer amor eterno hasta que la muerte nos separase, querría que estuviésemos solos. Que nadie más fuese partícipe de ello. Que fuese sólo para nosotros dos. No llevaría traje, ni chaqué ni pingüino ni nada de esa mierda. Probablemente llevaría la ropa con la que hubiese dormido esa noche. Tú llevarías tus All Star blancas, el vaquero negro o azul oscuro, cualquiera te queda perfecto, y una camiseta. No nos harían falta trescientas personas viendo un teatro en el que nosotros fuésemos los protagonistas de esa comedia romántica. Pero ahora estás en la cama con él, celebrando tu noche de bodas. Yo celebraría cada noche, no como si fuesen noches de boda, sino como si fuesen todas y cada una de las noches que he querido vivir y querría vivir siempre. Me ahogaría entre tus muslos. Bucearía entre tus labios. Bebería tu saliva. Comería tu lengua. Comería cada parte de ese cuerpo que se adapta tan perfectamente a mi moldura y a mis huesos, a mi delgadez, a mis vísceras. Pero no. Ahora estás con él. Has pasado de ser mi vida, a ser mi muerte.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Adiós.

Al final ha llegado el día. Ese puto día que llevábamos esperando nueve meses. Ese día de incertidumbre, ansiedad y dolor para ambos. Venía como un tren de mercancías sin frenos. Lo esperaba como el preso condenado a muerte espera el sol que le sentencia. Y me he visto obligado a tener que despedirme de ti, de tus piernas, de tus bragas, de tu cara, de nuestras risas, de nuestro humo, de tu todo. Te sigo queriendo. Te sigo queriendo a mi lado. Tienes que saberlo. Y sábelo para siempre. Adiós.

viernes, 23 de septiembre de 2016

Eres una joya.

Desde pequeño todo el mundo decía que eras una joya. Eras un niño de sobresalientes, sin destacar, una persona humilde que no se comparaba con nadie, diferenciándote de esos que siempre comparaban notas a ver quién era el que más sacaba. Desde pequeño, tus profesores, las madres de otros niños, todos, le decían a tu madre lo maduro, lo inteligente y lo por encima que estabas de todos. Todas las madres comparaban a sus hijos contigo, incluso las de tus amigos, y te sentías mal, porque te hacían quedar por encima de ellos en todo, hasta en cómo te cepillabas los dientes. Joder, dejadme en paz. Dejad al chico en paz. Dejadle que sea como sea, que no destaque, dejadle que aunque haga todo bien no destaque, por favor. Pero no, destacabas. Destacabas porque eras el puto niño perfecto. Sin embargo, ahora qué. Tus amigos, que sacaban suficientes e insuficientes, tienen un trabajo mejor, cobran más y tienen una persona a su lado que les hace cosquillitas en la espalda cuando se lo piden. Tú te has convertido en una mierda que bebe y que fuma porros. Menuda joya. Si aquellos profesores, aquellas madres, tuviesen que hablar o comparar ahora, qué dirían. Si te viesen como te ves tú cada fin de semana. Cada día. Qué pensarían, o qué dirían. Quizá dirían que menos mal que su hijo no ha salido así, que menos mal que suspendía y no era tan maduro. Que menos mal que se cepillaba los dientes como si las manos no fuesen las suyas sino las de otro. Y al final, ¿quién es la joya?

Un puto jueves.

Es un jueves. Un puto jueves. Y nunca has bebido un jueves. Nunca has salido de fiesta un jueves. Y hoy, jueves, no has salido de fiesta. Has quedado con un colega, y has ido a beber, a ponerte borracho. No te has llevado los porros porque no hacían falta, sólo ibas a ponerte borracho. Y lo has hecho. Sabías que al llegar a casa ibas a tener los porros que te iban a saciar todo aquello que no te hubiese saciado el alcohol. Estás ahíto. No quieres más de nada. Estás solo en el garito y no quieres más alcohol. Te ves, te miras, te apiadas de ti y te fumas un cigarro porque no tienes porros. Te lo fumas tirado en la acera, hasta tal punto que un puerta, un gorila, un simio desos que guardan las madrigueras con música te dice que te levantes y te vayas. Te vas, no replicas porque sabes que eres un tirado, un despojo. Sabes que en ese momento eres de esos de los que tu padre podría hablar despectivamente. Sabes que eres una mierda. Te has convertido en una mierda. Así que coges el primer taxi que ves, no por que sea el primero, te valdría cualquiera, pero está él y te vas a casa. Al bajar, vomitas en la acera del tirón. Te sale sólo, y luego vomitas un poco más alante. Y así sucesivamente. Piensas en ti cualquier día, cualquier mañana en la que saludas a los vecinos como si nada sucediese. Pero sí sucede, dentro sucede. Si te viesen en ese estado te negarían el saludo, algo que no te importa. Pero te importa. Te importa porque tú te lo negarías y te lo niegas. Te das asco. Has potado muchas veces, pero esta es diferente. Esta vez es por algo. Ya no sales a estar con colegas. Sales a beber. Sales a ponerte como una rata. Sales a olvidar. Pero lo peor es que no olvidas, y encima, al llegar a casa te metes tres porros. Putas drogas blandas que te engañan, te hacen pensar que vas a dejar de pensar, y no, te hacen pensar más en aquello que no quieres. Ya, para no cansar más, sólo decir que aquellos que no fumen ni beban, como dijo Baudelaire, no son de fiar.

domingo, 18 de septiembre de 2016

Si leyeses esto.

Ya suena a tópico hablar de las cosas y de la gente que queda atrás. No quiero tener que recordarte en un futuro, hasta que siga vivo, y tener que pensar que eres cosa del pasado. No quiero que te conviertas en ese tópico. Se supone que no debería pensar esto, y mucho menos escribirlo, se supone que no tengo que seguir viéndote como una posibilidad. Se supone que tengo que hacer cosas para dejarte atrás, cosas que estoy haciendo y que no quiero hacer. Y se supone que lo que me va a hacer sentir bien es todo aquello que ahora mismo me destroza. Todo lo que se supone son pasos hacia adelante, los que se supone me ayudan, son los que me hunden más en el pozo. Estoy aprendiendo a hablar el idioma de los muertos en vida, ya soy casi bilingüe. Los únicos libros que leo ya son los de papel de fumar, me los termino rápido. Son interesantes, pero siempre empiezan y acaban igual.  La verdad que te hacen pensar mucho, pero son tristes. Son como una autobiografía que te recuerda que estás solo, que ya no estás tú ni estarás, que tienes que volver a sentir lo que sentías por la soledad hace unos pocos meses, aquella atracción y gusto por ella. Los vecinos me dicen que me ven más delgado, "será el negro que te hace más delgado". Será el negro que visto por dentro también y que no veis. Se ha convertido en el color en el que veo. Ni siquiera he pasado a ver como los perros, en blanco y negro. Es todo una única gama de negro mate. Por qué no se pueden detener las cuenta atrás que nos llevan a un final que no queremos. No sé si me gustaría poder parar ésta y dejarla para siempre en stand by, dejarla para siempre parada y que no llegase. Me gustaría poder rebobinarla. Y que volviese a empezar. Si leyeses esto, me gustaría que fuese cuando tú quisieses también rebobinar, parar la cuenta atrás que nos va a separar para siempre. Pero no va a pasar. Habrá que dejar que termine y comience la siguiente, como siempre. Todo consiste al final en cuentas atrás. Mi siguiente cuenta atrás es la de olvidarte. ¿Cuál será la tuya? Espero que cuando venza esta última, no me toque comenzar otra.

jueves, 15 de septiembre de 2016

Sin salida.

Cuánto tiempo llevas en esa habitación de oscuridad. De aislamiento. Ni lo recuerdas. Cuánto tiempo llevas andando entre rosales de rosas negras que clavan sus púas por todo tu cuerpo impidiéndote avanzar. Haciéndote sangrar a cada paso. La sangre brota espesa y oscura. Te empapa. Hace que la ropa se pegue fría, gélida, a tu piel empalidecida. Cuánto tiempo llevas en esa espiral de autodestrucción física y mental que ya se ha convertido en lo cotidiano. No lo sabes. Sólo sabes que se ha convertido en tu rutina. Ya no te esfuerzas por intentar encontrar la llave que abra la puerta sellada de esa negra habitación. No peleas contra las espinas de esos protervos rosales que se agarran despiadadamente. Ya no intentas nadar contra corriente en ese remolino que te hunde hasta lo más profundo. Dejas de pelear contra ti mismo y contra todo lo demás. Te dejas ganar. Nunca has sido una persona que consiga grandes logros, no es momento de serlo.

El topo, la rata y el halcón.

I.
Era un día bonito. El sol brillaba allá suspendido sobre un azul intenso pero claro. Esponjosas y redondeadas nubes de perfecto blanco se daban un paseo matutino al calor de las atemperadas alturas. Un topillo salió de su madriguera. Asomó primero la cabeza y miró a uno y otro lado sin ver absolutamente nada. Pero le gustaba siempre asomarse y echar una ojeada ciega. Salió del todo y se puso a tomar el sol sobre una parcelita de hierbajos que previamente había acicalado y arreglado. En estando en esas, le pareció escuchar con su prodigioso oído una especie de llanto. Se incorporó rápidamente y miró en derredor maravillado. Identificó de dónde procedía aquel plañir tan atractivo y se acercó al trote atraído por una fuerza irresistible. Estando ya cerca dijo en alto:
- ¿Quién está ahí? ¿A quién pertenece este llanto que suena como el cantar del ruiseñor cuando dio a luz a la rosa roja?
De pronto, una voz aguda y entrecortada le contestó:
- Vete.
El topillo se giró hacia el lugar del que procedía aquella melodiosa voz.
- ¿Quién eres? - Dijo el topillo. - ¿Por qué me apremias a que me vaya cuando tan sólo acabo de llegar?
- ¡Vete! ¡Oh, vete por favor! No me ridiculices más.
- ¿Ridiculizarte? ¿Por qué?
- ¡Oh! ¿No te parece bastante con reírte de mi forma de llorar? Vete, ya tengo bastante sufrimiento y burlas encima, como para tener que aguantar la mofa de un topo.
- No me estoy mofando en absoluto. Dime qué te ocurre, por favor. Mi intención no era la de ofenderte, sino la de conocer al ser cuyo llanto me ha atraído sin poder resistirme hasta aquí. Sólo quiero saber qué te ocurre y quién eres, pero si de verdad crees que me estoy riendo de ti, dímelo y me marcharé por donde he venido.
El ser que todavía no se había identificado le miró extrañado, como desconfiando, y dijo:
- Soy una rata. La rata más fea de mi comunidad. Tan fea que me han terminado expulsando de su sociedad con sus burlas. Se ríen de mí a cada momento, de mi fealdad, de mi pelo hirsuto y descolorido. De mis ojos sin brillo y de la distancia que los separa. De... - de repente, el topillo la cortó y dijo:
- Discúlpame por interrumpirte, pero creo que ya he escuchado suficientes banalidades. ¿Acaso no puedo yo discrepar de todo aquello que me estás diciendo? No veo en ti ninguno de esos rasgos tan propensos a ser objeto de chanza.
- Qué vas a ver tú, si no eres más que un topo. Un ciego topo loco que no sabe lo que dice.
- He de reconocer que, si bien no soy el más cuerdo de aquellos que recorremos las profundidades de la tierra, y que ciertamente mis ojos no ven más allá de lo que pueda ver la piedra de un río, sin embargo, tengo otros sentidos que me permiten ver y llegar allá adonde nadie más puede. ¿O acaso me vas a decir que mi olfato me miente cuando lo que en ti huelo es un perfume de jazmín y romero?
La rata se ruborizó un poco y se encogió avergonzada:
- No, es cierto, he ido a pasear por entre los jardines de esas plantas aromáticas que mencionas.
- ¿Acaso me vas a decir que mis bigotes no captan tu convulso movimiento que hace vibrar triste y melancólico al aire? ¿Acaso me vas a negar que mis oídos no son capaces de identificar la belleza en la armoniosa melodía de tu llanto como la mejor de las arias que cualquier ave haya compuesto en este bosque?
La rata se rió un tanto tímida, una risita más para sus adentros que para su agradecido público.
- Déjame que te toque para poder comprobar por mí mismo el suave tacto de tu enmarañada melena, que sin duda me volvería ciego con sus reflejos rubios si no lo estuviese ya.
La rata se acercó para que el topillo pudiese acariciarla. Con todo el sumo cuidado de que fue capaz, el topillo deslizó sus pequeñas garras por aquella maraña enrevesada de pelo duro. Retiró la mano y guardó un momento de silencio. Al cabo dijo:
- He de reconocer que son los cabellos más hermosamente y mejor entrelazados que he palpado jamás. La dureza más sensible que he tocado nunca.
- ¡Oh! ¡No digas tonterías! Al final voy a terminar creyéndomelo - dijo la rata, cuyo comentario buscaba precisamente el efecto contrario al que pretendía dejar ver.
- Ahora he de irme - dijo el topillo -, pero si me lo permites, estaré mañana a la misma hora en el mismo lugar para poder verte, y espero que esta vez quien me deleite con su perfecta cadencia no sea tu llanto, sino tu voz que me llame, o tu risa que me guíe.
La rata le miró con cierto recelo y le contestó:
- Bueno, tú ven. Pero no te aseguro nada.
Sin decir nada más, el topillo marchó por donde había venido y se recostó en la apacible cama que antes de toda esta escena se había fabricado, con una pequeña ramita entre los dientes y la nuca apoyada sobre las entrelazadas palmas de sus manos.
II.
Los días siguientes ambos, el topillo y la rata, se seguían viendo, y seguían deleitándose mutuamente con caricias, palabras de amor y promesas de eternidad. Cada día que pasaba se encontraban más unidos. A él, todas las presuntas imperfecciones de la rata le parecían motivo de embeleso y arrobamiento. A ella, todos los presuntos cumplidos de aquel topillo le parecían las mejores poesías que jamás se hubiesen escuchado nunca en sus oídos. Llegaron a tan gran impulsiva atracción que incluso acercaron sus hocicos para acompasar el rítmico movimiento de sus bigotes. Un día, estando en esas, escucharon en lo alto un tenebroso y temible chillido.
- ¿Qué ha sido eso? - Preguntó la rata asustada.
- ¿Eso? Eso ha sido el chillido de frustración del halcón que anda tras de mí. Por simple orgullo. Lleva intentando cazarme desde hace más que recuerdo, y nunca lo ha conseguido. Está obcecado en conseguirme como su triunfal presa. Pero siempre me zafo. Nunca me encuentra. No conoce mi lugar secreto donde reposo apaciblemente a tomar el sol. - Hizo una pausa y su semblante tomó un aspecto más serio y continuó: - Guárdate mucho de él. Es un embaucador, un mentiroso. Si tiene ocasión, hará todo lo posible por ganarse tu confianza para después, en el momento en que menos lo esperes, darte muerte.
- ¡Qué terrible animal! Tranquilo puedes estar, topillo, pues jamás caeré en tan trivial trampa.
Y tras ese incidente, todo volvió a la normalidad. Y ambos continuaron viéndose, tanto en el lugar donde tuvieron su primer encuentro, como en el pequeño escondite en el que el topillo se dedicaba a descansar y meditar sobre sus asuntos.
III.
En uno de sus vuelos, el halcón había logrado, por fin, ver al topillo. Estaba junto a una rata. Extraña asociación, pensó. Pero eso le dio igual. Sonrió para sí, pues creía saber ya cómo descubrir el secreto del topillo y cómo hacerse con él. Los días siguientes sobrevoló la misma zona y como cada día, veía a la pareja de enamorados. Una rata y un topo. No dejaba de extrañarle y de desagradarle tan ominosa pareja. Un día, él, que era muy taimado y astuto, trazó su pérfido plan. En viendo que la pareja se separaba, él dio un tiempo para que el topo se alejase suficiente, y una vez considerada oportuna la distancia descendió a donde se encontraba la rata. Se posó dejándose ver a propósito y haciendo uso de sus más señoriales habilidades para hacer de su aterrizaje un espectáculo sublime y majestuoso. La rata se asustó a la par que se maravilló muy mucho de tan espléndido ave y aterrizaje. Ambos se miraron a los ojos.
- Hola rata - dijo el halcón con su voz más suave y sensual.
- Ho-hola - tartamudeó un tanto acongojada y sobrecogida la rata.
- ¿Tienes miedo? Nada has de temer de mí. Si quisiese hacerte mal ya habría podido hacerlo. Sin embargo, he dejado que me veas llegar, e incluso me he esforzado en sorprenderte, pues desde las alturas me has parecido lo único por lo que merecería la pena posar mis pies sobre el carcelario suelo, arrebatando a mis alas el don de la libertad de la que gozo en el aire.
La rata se ruborizó. Le parecía mentira que en tan poco tiempo, dos individuos diferentes supiesen apreciar la belleza que tanto se habían esforzado las demás ratas en desmerecer. El halcón continuó su solemne discurso:
- Yo te podría enseñar todo el bosque, todo el mundo, podría hacer que disfrutases de los olores más intensos y estimulantes procedentes de plantas que jamás conocerás pegada a este áspero y desabrido suelo. ¿Qué me dices? ¿Me harías el honor de subirte a mi lomo para poder disfrutar de ti y del mundo?
La rata se quedó pensativa. De pronto, todo su embeleso se cortó de golpe cuando recordó las palabras de advertencia del topillo.
- No he de fiarme de ti, pues no te conozco. Y bien es sabido que los halcones os alimentáis de animales como yo. Además, ¿cómo una rapaz como tú puede encontrar atractivo en un ser reptante como yo? Ya me han advertido sobre ti.
- ¡No puede ser! Qué ser superficial ha podido hacer tales acusaciones, quién es tan miserable de verter esos dicterios sobre alguien que no está presente. Qué ruín traidor y sin sensibilidad puede ver tales diferencias entre razas. Nadie que sepa lo que es el amor puede negar la atracción entre dos almas que se quieren, sean del tipo que sean, de la condición y clase que sean.
La rata se quedó pensativa por un momento. Cierto era aquello que el halcón decía, pero todavía recelaba un poco.
- Ven rata - y le tendió el ala -. Sube por aquí hasta mi grupa. Yo te enseñaré el mundo que te han negado para que puedas abrir tu mente y la liberes de la cárcel del prejuicio de aquel que te ha obnubilado y te ha tendido un velo sobre los ojos para que no puedas ver ni conocer más allá de lo que a él le interesa.
La rata se fijó en los preciosos destellos dorados del ala de aquel ave magna. Miró a sus ojos, llenos de ternura y brillantes como estrellas. Se detuvo en el poderoso pecho que destacaba hacia afuera marcando un temperamento y un carácter que la daban seguridad. Y sin pensar mucho más subió. La advertencia que el topillo la diese, iba quedando cada vez más atrás conforme se alejaban del suelo.
IV.
Pasaron los días y la rata seguía viéndose con ambos. El halcón y el topillo. Sin embargo, ella cada vez sentía más aversión hacia el topillo, porque no dejaba de advertirle de los chillidos cada vez más frecuentes del ave, y hacía más caso de lo que el halcón le decía sobre ese ser que se dedicaba a denostar a quien no tenía presente, mientras que él nunca hacía un mal comentario sobre el otro. Jamás tenía una mala palabra. Era todo cortesía y amor. La relación con el topillo se fue enfriando y las discusiones se hacían más frecuentes puesto que él la notaba distante unas veces, y otras la notaba completamente cercana, y eso le desconcertaba. El halcón se ganaba cada vez más la confianza de la rata, hasta que por fin un día le dijo:
- Rata, sabes que eres lo que más quiero en este mundo. Si me diesen a elegir entre la libertad que me otorgan mis alas en las alturas y tú, pediría que me las extirpasen de inmediato, a ras de pecho, sin que quedase el menor atisbo que pudiese hacerme, ni siquiera, elevar un palmo del suelo que me alejase de ti.
- Lo sé, lo sé - dijo vanidosa la rata, que por aquel entonces ya no se veía tan fea como hacía unos días.
- Entonces, sabiendo lo anterior, me permitiríais haceros una pregunta que me carcome, me atormenta y no me deja vivir. Necesito saber quién es aquel, y dónde le puedo encontrar, que malmete contra nuestro amor. Que se opone a que tú me ames y a que yo te ame. Aquel que por envidia no quiere vernos juntos sobrevolando el mundo que él no te puede enseñar. Aquel que quiere encarcelarte y aprisionarte y hacerte suya sin tener en cuenta ninguna de tus preferencias ni caprichos. Por favor, decídmelo.
La rata se quedó una vez más pensativa. El halcón tenía razón de nuevo en todo lo que decía, tenía derecho a saber quién era el que malmetía y se ensañaba con él a sus espaldas, pero no quería que nada malo le pasase al topillo. Así que le dijo:
- ¡Oh, amado mío! Te lo diré de todo corazón, pero primero has de prometerme una cosa.
- Di qué quieres que prometa y jamás haré que te arrepientas de ello. ¡Antes la muerte!
- Prométeme que no le pasará nada malo. Que no le harás nada cuando te diga dónde puedes encontrarle y quién es. ¡Júramelo!
- Te lo juro - dijo el halcón. - Jamás haré daño a mi enemigo. Tan sólo quiero hablar con él de caballero a caballero y dejarle claro cuáles son tus preferencias y tu decisión. Tan sólo quiero que tú y yo podamos vivir juntos para siempre, sin que él ni nadie ni nada se nos oponga nunca más. Y si él es un ser de honor, lo entenderá y se retirará como es debido.
Palabras que la rata creyó muy acertadas y sinceras. Así que procedió a indicarle la ubicación del topillo. Le acompañó hasta el lugar secreto en el que el topillo solía descansar.
V.
Allí estaba. Tumbado con su ramita entre los dientes, pensativo. ¿Qué le pasaba a la rata? ¿Por qué se comportaba así? ¿Qué había hecho mal? Desde unos arbustos, el halcón y la rata espiaban. De pronto, una grotesca y triunfal mueca se dibujó a modo de sonrisa en el pico del animal que salió como el rayo de su escondite y agarró con fuerza entre sus garras al topillo.
- ¡Jajajajaja! - se carcajeó tan alto como pudo -. ¡Por fin te tengo! Miserable animal, ¡¿pensabas que tu enano cerebro de ciego podía estar por encima del mío, que podías burlarme para siempre?! - Volvió a estallar en unas terribles carcajadas mientras comenzaba su ascenso hacia el cielo abierto. La rata espantada se llevó las manos a la boca y soltó un enorme grito de terror. ¿Cómo? ¿Cómo podía? Si la había prometido, ¡no, jurado!, que no le haría daño. Y dijo en un desgarrador grito:
- ¡Me engañaste! ¡Hipócrita! ¡Dijiste que nada malo le pasaría! ¡Que me amabas! - Esto decía la rata mientras sus ojos derramaban un diluvio de lágrimas, sin saber si era por haber traicionado al topo o por la propia traición que ella acababa de sufrir en sus carnes.
El topillo se desangraba impotente y atravesado por las afiladas garras del halcón, que se le clavaban a lo largo de su pecho. Al poco, toda la tensión que había atenazado su cuerpo se esfumó, dejando que su cabeza cayese inane hacia atrás con los ojos ciegos para siempre clavados en la rata que quedaba cada vez más atrás. Y en el bosque solamente quedó el cruel eco de las carcajadas del triunfal halcón inmiscible con el desgarrador eco de los sollozos de la desgraciada rata.

martes, 13 de septiembre de 2016

Carta.

Te escribo esta carta sin saber si es el momento adecuado. Pero es que cuándo lo es, o cuándo lo será o cuándo lo fue. Quizá debería haber fumado más, o incluso haber bebido. Es ahí, cuando estoy completamente embriagado y el alcohol se apodera de mis pensamientos, de mis sinapsis, de mis actos y de mis movimientos, cuando más preparado estoy para desengrilletar los sentimientos que reprimo siempre. Quizá sea un insulto el querer escribirte ahora, que ni siento ni padezco, que no he alcanzado ese clímax depresivo en el que eres capaz de expresarlo todo sin ninguna clase de filtro. Aún ahora, en este mismo instante, sigo intentando alcanzar ese estado mientras fumo cigarros con algo. Sé que no querrías que fumase esa mierda y que no querrías que te escribiese esto en ese estado; pero es la única forma de que pueda hacerlo. Ahora ya da igual. Estás muerta. Ya nada puedes decirme. Nada puedo decirte. Y seguro, seguro, que no es el momento adecuado para escribirte estas líneas porque ya estás muerta. Ya de nada valen. ¿Qué esperabas de mí mientras sufrías tu consumición? ¿Qué sentías mientras esperabas sentada en una butaca tu muerte? Lo siento. Fuese lo que fuese lo que querías de mí, no te lo di. Sé que no te lo di. Me veías seguir con mi vida como si nada pasase. Sin embargo, pasaba. Tú te extinguías viendo cómo tu hijo no te dedicaba el tiempo que a él le sobraba y que a ti se te escapaba de los ojos en forma de lágrimas. No te dedicaba el tiempo que tú querías. Y nunca me lo reprochaste. Nunca me lo dijiste. Pero sé que lo necesitabas. Necesitabas ese tiempo que yo no te daba. Lo sé porque he pensado en mí estando en tu lugar. Encorvado. Amarillento. Tembloroso. Sin fuerza. Apagándome. Y viendo cómo lo que más quiero se va sin dedicarme más que un beso en la mejilla y un "luego vengo". Recuerdo cuando, estando tú en la cama, recostada con los mil cojines que te poníamos en la espalda, mi hermana te leía Harry Potter. Yo me sentaba a tu lado y me dabas la mano. Y sin decirle que dejase de leer, me mirabas y me decías: "Me voy a morir". Ahí tampoco sabía entregarte lo que buscabas. Sólo era capaz de decirte que no dijeses eso porque no iba a pasar. Y no aguantaba mucho más y me iba de la habitación dejándoos con la lectura. ¿Qué clase de ser pensarías que era? ¿De qué inframundo podía haber salido algo como yo? Lo peor es que no creo que pensases eso. Aunque habrías estado en tu total derecho de hacerlo. De verme como la criatura más descarnada, insensible, indolente, indiferente, inconmovible del mundo. Recuerdo cuando, estando tú en la cama, recostada con los mil cojines que te poníamos en la espalda, iba yo a sentarme a tu lado. A veces te conseguía hacer reír bromeando. Y me llegaste a decir que era el único que te hacía reír. Injusto. Injusto que tú me dieses a mí tal consideración, tal honor, cuando era la persona más desprendida y ajena a los sentimientos. Es extraño, no consigo recordarte fuera de ese estado macilento, lánguido, enfermizo, frágil. Sólo me vienen recuerdos de ti muriendo. De ti intentando superarte, intentando no depender de nadie. Qué horrible tener seis meses para ver cómo te consumes. Cómo te conviertes en un esqueleto quebradizo dependiente, que no puede hacer nada por sí mismo. Ni siquiera poder ir al váter sin la ayuda de medicamentos. Ver cómo te tienen que cambiar el pañal. ¿Y todo para qué? Pensarías. Si me voy a morir. Qué impotencia ver que no puedes moverte como lo hacías hace un mes. Qué injusto ver que la vida sigue para todos los demás menos para ti. ¿Por qué tú, verdad? Yo tampoco lo sé. Pero es injusto. Es injusto que se te permita ver cómo los demás continúan con la vida que a ti se te niega. Maldita agonía. Maldita agonía. Ya no puedo pedirte perdón más que de forma simbólica. Deberías saber, aunque eso ya te dé igual, que tu funeral y tu entierro fueron multitudinarios. Mucha gente comentó que nunca habían visto una habitación mortuoria de un tanatorio tan plagada de gente. El instante en el que moriste, en el que avisé a papá y él se acercó a tu nariz para confirmar que no respirabas, fue uno de los más tristes de mi vida. Y lo siento, pero no sé si fue por el hecho de que habías muerto o por ver la cara que puso papá de auténtica tristeza, dolor, derrumbamiento. Lo siento de verdad, ojalá pudiese saber por qué fue uno de los momentos más tristes de mi vida. Tú tumbada, inerte y amarillenta. Él inclinado sobre ti apretando todos los músculos de la cara en una expresión de suplicio y aflicción  conteniendo las lágrimas que empujaban con su ariete infernal sus lagrimales. ¿Y qué, verdad? Qué pretendo diciéndote esto. ¿Animarte? No es el momento. Perdóname por ser tan torpe. No espero que me estés viendo desde ningún sitio. No me gustaría que nadie me dijese que estuviese tranquilo porque seguro que tú ya lo sabías y que me estarías viendo ahora. Sé que Dios no existe y que después de muerto no queda nada. Sé que no me estás viendo y que esta carta nunca te va a llegar. No hay sellos en el estanco que puedan hacerte llegar esto. Ahora que tus huesos se han marchitado, que sólo queda polvo en tu ataúd, ahora que los insectos se han alimentado de tu carne muerta, ahora que el musgo habrá ensuciado tu mortaja, ahora te digo todo esto. Y aún así, no he sido capaz todavía de decirte lo que siento. No he sido capaz de expresar qué siento. No lo sé. Lo único que puedo dedicarte son las lágrimas con las que lo he escrito. Espero que con eso valga.

Como buzones.

Se encontraba descansando sobre una de las sillas de una de las mesas de una terracilla de una de las laberínticas calles que hay por detrás de la estación de Atocha. Vendría a ser mediodía, se había pedido un Cola-Cao y se estaba manufacturando disimuladamente un canuto para fumárselo ahí relajadamente mientras veía a los transeúntes. Acababa de terminar unos trámites que tenía que hacer, y tenía que descansar las patas y las neuronas, lo primero  porque había ido andando desde su casa, y lo segundo porque por naturaleza no había sido diseñado para soportar mayor trámite que el de pedirle al pollero media docena de huevos. No quiso coger el autobús porque por las mañanas esos vehículos se convierten en instrumentos de mutilación y muerte. Las señoras de ciento ochenta kilos se mueven como monigotes con el violento vaivén del autobús, y hay que esquivarlas si se puede. Es como si se llenase una habitación de bolas de cañón por el suelo, en estanterías a diferentes alturas, en cualquier rincón, sin asegurar, te pusiesen a ti en medio y se colocase dicha habitación directamente sobre la falla de San Francisco o cualquiera de las fallas activas de Japón. Así que había ido andando hasta allí. Desde su asiento, daba caladas aleatorias mientras se fijaba en la gente que pasaba. El día anterior había estado en el portal de casa de un amigo, y mientras esperaba al ascensor se había fijado en cada uno de los buzones. No era un edificio grande y pudo recorrer todas las puertecitas metálicas sin problemas. Todas y cada una de ellas tenían en la plaquita de los propietarios al menos dos nombres. Uno de hombre y otro de mujer. Todos emparejados. Todos viviendo en esa asociación de pareja. Todos con la persona que se supone querían. Y comenzó a imaginarse que las personas que por allí pasaban eran buzones. Comenzó a imaginarse que si todos fuésemos buzones, tendríamos una plaquita de plástico incrustada en la espalda a la altura del hombro, derecho o izquierdo, eso no importaba. Y todos tendríamos inscrito nuestro nombre y el de la persona que ocupase el habitáculo de nuestra cabeza, aquella persona que fuese nuestro acompañante en vida. Se preguntaba en cuántos de ellos coincidiría el nombre de la persona que se encontraba en su cabeza con el de la persona que ocupase el interior del órgano que hay en medio de nuestro tórax. En cuántos de ellos realmente coincidiría ese nombre. Desde su asiento sólo veía pasar buzones compartidos. Y pensaba que su plaquita estaba vacía. Hacía muy poco había tenido un nombre adicional al suyo, y ese nombre sí había coincidido con la persona que había ocupado sus pensamientos y se había encargado de abrir y cerrar sus aurículas y ventrículos. Pero ahora su plaquita estaba vacía, no había ningún otro nombre. Terminó el Cola-Cao, pagó y se marchó. Se fue pensando que había estado a punto de ser un buzón compartido por ambos. Sin embargo ahora su placa volvía a tener únicamente su nombre, con la única diferencia de que, ahora, debajo de él quedarían para siempre los restos del otro nombre que se había grabado a fuego y había tenido que borrarlo a fuego.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Te extraño.

Llevamos tan sólo dos semanas sin vernos y me parece que hayan pasado años. Como si hubiesen pasado suficientes eones para que Cthulhu despertase. Cuando logro enfocarte dentro de mi cabeza, te extraño. Te noto con una sensación de extrañeza, sobretodo cuando mi memoria me deja evocar uno de esos momentos que nunca habrían presagiado que íbamos a acabar así. Me parece tan imposible. Tan imposible que haya sucedido esto. Y es que cuando te recuerdo en los mil momentos en los que hemos estado, y te recuerdo ahora, a la tú de hace un mes, en mi cabeza apareces como dos personas diferentes. No porque lo seas, sino porque ambas situaciones son tan diferentes que parece que haya vivido cada una con una persona distinta. Extraño el no ir contigo en tu coche y juntar las manos en la palanca de cambios. Extraño los tés que ya no nos bebemos. Extraño el no tener tus piernas atadas a las mías debajo de la mesa. Extraño las risas en las comidas. Los besos en la tetería. Los besos en la barandilla del callejón que lleva a mi casa. Los portales, el autobús que nos llevaba a Goya. Leer contigo. Regalarnos mierdas. Dibujarte. Extraño el poder verte en línea en el Whatsapp y saber que estás ahí para escribirme. Extraño el ir contigo en el tren de ida y en el metro de vuelta. Extraño tu cuerpo. Tus labios. Tus muslos. Tus hombros. Tus comisuras. Tus manos. Tu colonia. Mi nariz en tu axila. Extraño los cubatas que ya no me vas a tirar por encima. Extraño los abrazos en los que sentía tantas cosas extrañas para mí. Extraño cada paso que doy sin ti. Extraño el momento en que escuchamos música pegados a una pared. El día que te empapaste al volver de Goya. Extraño muchísimo tu risa y el sonido de tu voz. Extraño tus gestos, sobre todo el que ponías cunado fingías sorpresa o interés. Es extraño notar mis pulmones llenos de un humo sin ti. Un humo en el que no estás. Es extraño saber que en mi móvil no va a haber ningún mensaje tuyo. Que cuando me despierte no va a haber nada que me recuerde a ti, bueno o pésimo, sin sentir nostalgia, pena, frustración, angustia o tristeza. Me resulta extraña la sensación de haberle dado mil vueltas a un problema, teniendo todos los datos, y no ser capaz de entenderlo ni de llegar razonablemente a una solución final. Tan sólo dos semanas sin vernos y todo ha cambiado tanto. Qué extraño. Qué difícil.

domingo, 11 de septiembre de 2016

Desayuno, comida, merienda, cena.

Tu desayuno consiste en una pastilla de ansiolítico y media de antidepresivo. Tenías pensado, mientras estabas en la cama dando los últimos coletazos del sueño de la noche ya terminada, que te ibas a meter un paquete de galletas entero con el Nesquik, pero al incorporarte y quedarte sentado restregándote la cara y los ojos con las manos, te das cuenta de que ya no tienes hambre. Hay algo dentro de ti que también se acaba de despertar. Había permanecido dormido contigo acompañándote en los sueños, pero ahora se ha despertado y te acompaña en los pensamientos conscientes. Ella se materializa en tu cabeza. Y una fecha, dentro de dos sábados, también. Esa maldita, puta, indeseada, indeseable, innecesaria, inoperante, idiota fecha. Esa maldita, puta, indeseada, indeseable, innecesaria, inoperante, idiota boda. Ya no tienes hambre. Aturdido por las pastillas te haces un porro. Va a ser tu almuerzo mientras te vas a pasear por el Retiro, a ver si así te despejas un poco. O si te da un chungo eterno y ya no tienes por qué tener la necesidad de despejarte de nada. Llega la hora de la comida. La cabeza no te ha dejado que te despejases como te habría gustado, pero aun así, de camino a casa piensas en que te vas a pedir una pizza, hace mucho que no te comes una. Llegas a casa y te tomas la pasti de ansiolítico. Coges el teléfono para llamar a la tienda de pizzas, pero esa puta fecha vuelve a tu cabeza. Cuelgas el teléfono y te vas a tu rincón. Enciendes el ordenador, pones las canciones deprimentes que has compuesto los días anteriores para poder deprimirte más y te haces un porro. Menuda comida que te vas a dar muchacho, nada que envidiar a la pizza que ya no has pedido. Después de cuarenta minutos de depresión ininterrumpida, te vas a echar la siesta, parece que el ansiolítico ha hecho efecto y has dejado de notar tu estómago, que no había parado de llamar tu atención con molestas arcadas y contriciones que lo constreñían. Puedes dormir en paz menos de una hora. Sin embargo, te despiertas tan aturdido como si te acabases de despertar de una de esas siestas de cuatro horas. Que no sabes ni dónde estás, ni cuáles eran los puntos cardinales. Te levantas y repites ritual. Ahora no te corresponde pastilla, pero te hace falta, esa maldita, puta, indeseada, indeseable, innecesaria, inoperante, idiota fecha te clava sus patas de araña gigante y se agarra a tu cerebro bombardeándote con sus imágenes, con sus sensaciones, con su injusticia. Te coges la guitarra y antes de ponerte a tocar, te haces un porro. Has hecho mal, tenías que haberte hecho primero el porro y luego coger la guitarra, porque es más cómodo, ahora tienes que andar sujetando la guitarra de mala manera mientras con las manos manufacturas. Bueno, ya está. Fumas y tocas. Por un momento piensas en merendar lo que ibas a haber desayunado y al final no lo hiciste. Pero rápidamente esa araña te recuerda que no tienes hambre. Así que meriendas ansiedad, melancolía, abatimiento y desánimo. Llega la noche. ¿Cena? Que le jodan, ya ni si quiera te molestas en pensar una posible cena que pudieses hacerte, para qué, la araña sigue ahí. En todo caso, piensas en cenarte un bote de Baygon a ver si esa puta araña quiere morirse de una vez. Evidentemente no lo haces, en su lugar te tomas el Baygon que mata insectos dentro de ti y que no es tóxico para los humanos, la última pastilla de ansiolítico del día.

viernes, 9 de septiembre de 2016

Id a misa, hacedlo por mí.

Id a misa, por favor. Hacedlo por mí, que no voy y me gustaría enterarme de las nuevas noticias que haya en el Antiguo o Nuevo Testamento y que no hayan contado ya. Decidle al párroco que no se quede afónico por nada en el mundo, por lo que más quiera, por favor. No me gustaría que tan vibrante y afinada voz que narra los cuentos y canta las salmodias se quedase sin instrumento. También, no es que lo ponga en duda, pero nunca está de más decirlo, decidle que se lave las manos antes de repartir la Hostia sagrada, y que le dé un sorbito al vino, que no sea cabrón, que no se lo beba, que luego cuando moja ahí las obleas parece como cuando sólo te quedan los restos del Nesquik después de haber mojado todo el paquete de galletas y cuando vas a meter la última no se humedece más que el único punto tangente al fondo de la taza del círculo galletoso. Ante todo poneos en pie y sentaros cuando él os lo diga. Sabéis que le gusta que las cosas se hagan bien y en su justa medida. No seáis vagos que no os va a hacer levantaros y sentaros nada más que unas dieciocho veces. Y, por favor, por favor, haced el máximo esfuerzo por creeros lo que quiera que sea que os cuente para que luego, cuando me lo contéis, parezca verdad y me lo pueda creer yo, que ponéis unas caras a veces que no convencéis luego.

El camión de la basura V.

Escuchó abajo, en la calle, al camión de la basura, estaba haciendo su ronda nocturna. Pero esta vez no lo escuchó desde delante del portal de ella. Estaba en su casa. La ventana abierta. La habitación a oscuras. Una barrita de incienso encendida en el incensario. Y delante de él el ordenador con la misma música melancólica de siempre y un cenicero lleno de cadáveres de porros cubiertos por su cenicienta mortaja. Miraba por la ventana al edificio de enfrente. Algún vecino quedaba despierto, pero pocos. Casi todos se habían ido a dormir. Le dio una calada al porro. Pensaba que si tirasen tres o cuatro edificios podría ver su casa desde donde estaba. Desde su ventana. Maldita fuese, ni siquiera en su cubil podía evitar que ella entrase en él. Le dio un par de caladas al porro que tenía entre los dedos. Al menos hoy no había ido hasta allí. Parecía que las pastillas ansiolíticas, que palían los efectos del amor no correspondido, y los porros estaban haciendo su efecto. Poco a poco. Muy poco a poco. Pero lo iban haciendo. Sin embargo, no pudieron evitar que pensase si ese camión de la basura que acababa de terminar con el callejón trasero de su casa sería el mismo que el que fuese a recoger los desechos de ella, y cómo no, de su acompañante.

lunes, 5 de septiembre de 2016

El camión de la basura IV.

Habían pasado unos años. Aún la recordaba. Tenía en su memoria todo lo que se había grabado a fuego cuando estuvieron juntos. Nada les unía ya. Hacía mucho que no les unía nada y no se veían. Qué sería de ella ahora. ¿Seguiría casada? Cogió el vaso cargado de alcohol y le dio un sorbo. Lo terminó. Miró al camarero con ojos vidriosos y le hizo un gesto. Sin decir nada, le sirvió otro de lo mismo. Le miró silencioso compadeciéndose de aquel pobre desgraciado que desde hacía mucho entraba en su bar para beber hasta perder el sentido. Dejó un billete sobre la barra y se levantó como pudo del ajado taburete dejando a medias el vaso que acababa de pedir. Salió a la calle. El camión de la basura tenía que estar al llegar. Miró una vez más hacia arriba. Hacia las ventanas de su casa. Había luz. ¿Estaría ella apoyada en su hombro viendo una película? ¿Estarían sentados en el sofá con sus hijos? ¿Seguiría viviendo allí o se habría ido ya? Se sentía idiota. Igual ni siquiera vivía ya allí y él seguía yendo como un perro nostálgico. Desvió la mirada lloroso. No podía sostenérsela a aquellas crueles ventanas que le hacían preguntarse tantas cosas que le derrumbaban. Oyó a lo lejos al camión haciendo su ronda nocturna. Lo miró. Se acordó de aquel momento hacía mucho en que había estado en ese mismo sitio y se había prometido por primera vez no volver allí jamás y no volver a mirar. Se rio de sí mismo y de su debilidad. Se encendió el porro que llevaba en el bolsillo y echó a andar. Y se fue mintiéndose una vez más, repitiéndose una vez más que ésa era la última.

El camión de la basura III.

Estaba sentado en un banco delante de su portal. Miró hacia arriba y vio las ventanas con las persianas echadas. Se preguntaba si la ventana de al lado que estaba abierta sería también de su casa. La miraba esperando verla pasar, aunque fuese sólo verla de refilón. Estaba hecho una puta ruina. Se sentía como un contenedor mugriento y lleno de mierda. Pensaba. Pensaba en que ojalá hubiese sido todo de otra forma. Pensaba en por qué dos personas que se aman, pero que se aman de verdad, no pueden estar juntas. Pensaba en si ella podría ver las cosas diferentes con el tiempo. Bajó la mirada y la posó sobre el canuto. ¿Qué más daba? Si fuese así nunca se lo diría. Nunca le decía nada a no ser que él le preguntase, y él no la iba a preguntar. Ya no. Unos días atrás seguro que lo habría hecho y habría hecho lo posible por arreglarlo y que ella no le viese de aquella manera. Pero ya no tenía fuerzas. Se había consumido por completo. Ahora el amor que había sentido por ella era como un perro famélico. Esquelético. Que se arrastra asustadizo por entre las bolsas de basura a ver si puede encontrar algo que le de un poco de vida. Ya no la iba a preguntar. No tenía fuerzas. Miró al fondo de la calle a ver si llegaba el camión de la basura. En su estado le podrían confundir con cualquier desecho y llevárselo. Ésa era la única esperanza que ahora mismo quedaba dentro de él. Hacía unos días habría tenido la esperanza de que todavía podía funcionar. Ahora no. Ya no. Ya sólo quedaba agotamiento. Al ver que el camión no llegaba, se levantó y se marchó. Esta vez no iba a mirar para atrás como había hecho todas las demás veces. Esta vez no. Ya no.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Todo lo que sigo queriendo de ti.

Te sigo necesitando, como el heroinómano necesita su dosis. Sigo queriendo escuchar tu voz, poderla tener como hilo musical de mi vida. Quiero tener inmortalizados en cuadros diseminados en la galería de mi cráneo todos los gestos que te sientan tan bien. Quiero leer y escuchar música contigo. Quiero seguir fumando por ti. Que los pasos de mi sombra vayan al ritmo de la tuya. Que nos suden las manos porque llevan todo el tiempo abrazadas. Quiero vivir contigo todo lo que he imaginado y querido vivir contigo. Quiero no tener que pensarte en pasado. No quiero que pases. No quiero que pases a conjugarte en pretérito perfecto simple, que seas siempre presente de indicativo. Quiero que la única sábana que me tape sea tu cuerpo. Quiero las dos mitades perfectas de debajo de tu espalda, y toda su prolongación. Quiero pisarte otra vez cuando bailemos. Me parece que sigo queriendo demasiadas cosas que no voy a volver a tener.

Man of the hour.

Te pones a propósito una canción que está relacionada con ella. Quieres saber qué te evoca. Qué va a despertar. Cómo te va a sentar. Notas una especie de hormigueo dentro. Algo está rascando el fondo, como un vampiro que se va despertando de su letargo y extiende el brazo para abrir el ataúd. Notas muy levemente, muy lejos, esa sensación que tenías cuando la ibas a ver al día siguiente tal y como ella era. Notas muy en lontananza una emoción que te resulta familiar, la misma que tuviste cuando resultó que a ambos os gustaba esa canción. Cuando ambos mirabais en sentidos opuestos para poder veros. Pero se queda allí. En el horizonte. No puede atravesar la densa niebla que oscurece todo el camino hasta aquí. Notas cómo va desapareciendo lánguidamente. Y en su lugar queda un témpano. Quedan carámbanos goteantes. Vaho. Y no puedes escuchar más. Dejas que termine la canción para no volverla a poner. Notas cómo esa emoción vuelve a cerrar el ataúd y cierra los ojos con la esperanza de que no vuelvas a molestarla para nada.

El lavavajillas de los domingos.

Por ti me llegué a plantear que ya no quería vivir solo el resto de mi vida. Me llegué a plantear la idea de poder llegar un día a casarme e incluso tener hijos. Aunque sólo se fuese a materializar como idea. Pero es que antes ni se me ocurría pensarlo. Era una aberración. Me imaginé viviendo contigo. Queriendo que llegase el domingo para, por primera vez en mi vida, no sentir la angustia de que al día siguiente es lunes, por el hecho simple de que estarías a mi lado poniendo el lavavajillas conmigo. Todavía te busco en cada persona que pasa. En cada grupo de gente sentada en una terraza. Miro siempre al fondo del andén por si fueses a aparecer. Sabiendo que no vas a ser, que no vas a estar, que no vas a aparecer. Incluso en lugares inverosímiles, en lugares en los que jamás estarías ni estarás. Incluso ahí te sigo buscando. Ahora te sueño en forma de pesadilla. Te pienso en forma de ansiedad. Te imagino en forma de angustia. Sé que ya no vamos a volver a leer juntos. A escuchar música en el móvil sentados con la espalda en una pared. Ya no vamos a volver a subir juntos en un ascensor. Ya no vamos a buscarnos con la mirada para sonreírnos. Ya no vamos a volver a compartir un cigarro. No vamos a comer juntos. Sé que nunca pondremos un lavavajillas juntos ningún domingo de ninguna semana de ningún mes de ningún año de ningún lustro de ninguna década de ningún siglo de ningún eón de nuestras vidas.

viernes, 2 de septiembre de 2016

Taquillera incómoda.

Vas al ambulatorio. Necesitas que tu médico de cabecera te vea de urgencia, porque llevas como tres horas llorando a intervalos no consecutivos, te tiembla el pulso, te sientes como si el octavo pasajero se encontrase jugando a usar sus uñas dentro de tus entrañas. Que bueno, eso de urgencia suena a exageración, si pudiese diría que voy a que me vea ya, que lo necesito, pero el término para que te entiendan es "de urgencia". Y te esperas una cola de decenas de personas. Avanzan a un ritmo demasiado lento para tu gusto. No sabes si es que cada uno de ellos le están leyendo a la taquillera que si el estado del arte del estudio sobre la materia oscura del universo, si le están explicando el libro de Malaz: Los Jardines de la Luna o si están leyéndole el libro de mil sesenta y nueve recetas de Karlos Arguiñano del Diez Minutos. No sabes, pero tardan la vida. Ya estás en la línea esa que reza: "Espere aquí a ser atendido". Y esperas a ser atendido. La taquillera no tiene a nadie dándole la barrila ya, pero parece que no asoma la vista por encima de la pantalla y no te ve. Sigues haciendo caso a la imperativa orden de esa imponente banda pegada al suelo: "Espere aquí a ser atendido". Sí, joder, eso hago, pero es que esa señora no sé si me ha visto, o no, o si está esperando a que yo tome la iniciativa. Claro, nunca sabes cómo acertar, si te acercas y ella no te había llamado te va a decir algo como: "¿No ha leído usté la banda? Hay que esperar", con una voz más allá del desagrado, cosa que no sale innato, eso son años de curro. Y si no vas, pero ella daba por hecho que tomarías la iniciativa te dirá algo como esto: "¿Bueno pasas o no?". Joder, cómo atinar. Yo, en serio, me siento superado por aquello, me empieza a sudar la frente y a temblar las canillas. ¿Qué hago? ¿Qué hago? Así, mirando nervioso hacia los lados, como si el aire te fuese a dar una respuesta, y con los brazos encogidos contra el pecho y los dedos de las manos entrelazándose rápidamente unos con otros. Bueno, todo se resuelve normal, te llama. Te acercas acongojado. Te mira: "¿Sí?". Joder, ¿le habla usted con esa voz a su nieta barra hija barra sobrina (nunca se puede identificar bien la edad de esas señoras taquilleras de los ambulatorios)? No me extraña que huyan de usted. Total, que le cuentas tu problema: "Necesito ver a la doctora de urgencia". Y te dice, al loro, te dice: "¿Es urgente?". Hombre señora, en la propia frase anterior que enuncié se encontraba la palabra urgencia, y no había un "no" delante. Y le respondes: "Sí, es urgente". Te dan paso. Llegas a la sala de espera frente a la puerta de tu médico. Ni un alma. No hay ni Dios. ¿Y para eso me pregunta la señora taquillera que si era urgente? Joder, si hubiese habido una puta estampida de jubilados esperando allí, todavía, pero es que no había ni Dios. Pues nada, taquillera: que le jodan, que ya he pasado. Y haces un corte de manga con la lengua fuera.

jueves, 1 de septiembre de 2016

La gran boda.

A su alrededor todo eran bodas o hechos relacionados. Manos obesas, todos sus dedos eran pulgares. Y el anillo embutido asfixiando los anulares. Pero cómo, en qué época anterior pudo jamás entrar ese aro por tan hinchada prolongación insultante. Extras de ese momento que hablaban sobre el ya tenemos el vestido, o ya tenemos el peinado, o el qué guapa vas a estar. ¿ Y a los bogavantes los vais a vestir con tutú y con cofia? Se imaginaba cómo sería la boda de ella. Un bodorrio de pueblo o aristócrata, quién sabe, trescientos invitados. Noventa y cinco por cien seguro de que la mayoría compromisos de trabajo, amigos y familia de los padres. Se la imaginaba estupendamente peinada. Él henchido de orgullo, sin pensar en los dos apéndices que sobresalían puntiagudamente invisibles a los lados de sendas sienes, que hacía un mes le habían estado torturando. Ella sonriente, con una expresión de felicidad que escondía todas y cada una de las preocupaciones que la habían estado estrujando el estómago hacía poco. Llegó el momento del vamos a contar mentiras. "Y tú, X..., ¿quieres a Y... como tu futuro marido en la blablabla hasta que la muerte os separe?" "Sí quiero". ¿Pero se lo has dicho mirándole a los ojos y sonriendo? Un trozo de su corazón saltó por los aires, como si acabase de explotar un cartucho de Goma2. Llegó el momento de poner los anillos. Esos anillos traídos por una niña o un niño, lo cual convierte la escena ya de por sí entrañable por la capacidad intrínseca de esos pequeños seres que andan como si tuviesen los ligamentos cruzados de las rodillas cruzados alrededor de las piernas, en una escena de vómito fácil. Y como colofón, vestidos con unos harapos que les convierten en perfectas criaturitas sacrificables al calor de la pira que se podría construir con sus papás. Esos anillos se introdujeron relucientes y cupieron sin problema alguno en las manos, que para él, eran las incorrectas. Y llegó el momento de mirarse a los ojos y besarse. ¿En quién estaría pensando ella? En él, o en el novio. ¿A quién le dedicaría el beso? A él, o al novio. No quería imaginarse esa escena, su cardias bramaba. Momento regalitos durante el banquete. Ella mariposeando como súper feliz en el día más feliz de su vida, porque así se lo han vendido desde que tenía cero años, y entregando obsequios. Bolsitas gurrumidas elegantemente con lazito rosa, por supuesto, que es para las chicas, y ése es su color. La bolsita contendría una foto súper especial de la cara de los novios juntando labios torpemente con la fecha escrita en un dorado artístico. Él pensaba que los labios de ella solamente podían encontrar la virtud en los suyos. A ellos un puro o un alfiler para la corbata o lo que quiera que cojones se regale en las bodas a los varones. Momento post cena. ¡Shhhhhhh! Se apagan las luces. Un último ¡Shhhhhh! ¡Qué empieza! Y todos miran como gilipollas un pantallote en el que se proyectan imágenes del novio de bebé. "OOOOOOOOH", quincemil oes de entrañabilidad que harían vomitar a la ratita presumida. Ahora sale ella. Ídem. Luego fotitos con los amigos de pequeños y ya no tan pequeños. De viajes. Los colegas se dan coditos como recordándose aquellas anécdotas que eran... cómo eran. Le habría gustado verlas en el momento de ser ejecutadas para poder asesinarlos antes de que pudiesen llevarlas a cabo y ahorrar así al mundo su posterior visión en una boda. Con ella y sus amigas sucede lo mismo. ¡Qué recuerdos! Menudo polvo con aquél en el viaje, jijiji. Y nada. Se hacen los bailes de mierda típicos y los novios se van. ¿A dónde se van? ¡Un momento! ¿A la habitación? ¡Pero que alguien lo impida! ¡Que alguien haga algo! ¿Les van a dejar hacer eso? Porque van a hacerlo, ¿verdad? , se pregunta él impotente e indefenso. Pues nada, adelante, hace un mes estaba en la cama con él y ahora está con su presente marido. Sólo esperaba que mientras lo hiciesen, no se acordase de él. Que no recordase su cara, sus gemidos, sus azotes, sus besos, su lengua lamiéndole cada rincón, su dedos clavándose donde no deben y acariciando donde sí. Esperaba que al menos a él sí le respetase y hubiese borrado todos sus recuerdos antes de poder hacer lo que iba a hacer.