El cielo estaba cubierto por una capa de espesas nubes purpúreas que descargaban su llanto desconsolado sobre el empedrado del patio. Pequeños riachuelos improvisados y espontáneos se escabullían por entre las gruesas piedras. El chico se dirigió a la pequeña estancia cuya puerta abierta dejaba pasar el húmedo frío procedente del patio que reconfortaba al viejo.
- Maestro - dijo el muchacho.
El anciano se encontraba reflexionando de rodillas sobre una fina esterilla que descansaba silenciosa en el suelo de madera dentro de aquella habitación desprovista de cualquier ornamento y mobiliario. No movió un músculo ni abrió los ojos. Sin embargo, era todo oídos.
- Maestro - repitió el chico. - ¿Recuerdas que te dije que estaba enamorado? Pues he discutido con ella. He discutido porque me ha dicho que no es capaz de decirle a su prometido que me quiere a mí. - Una ráfaga de gélido viento entró en la estancia haciendo tiritar las dos pequeñas llamitas que hacía un momento habían bailado suavemente sobre las velas. Continuó: - Y yo le he dicho que eso es fundamental, que es el eje de todo y que es necesario e imperioso que se lo diga.
El maestro abrió los ojos y miró a la desnuda pared que tenía delante.
- ¿Ves aquella bolsita colgada de la alcayata? - Dijo sin señalar. - Tráela.
El muchacho obedeció solícito y se la entregó en la mano. El anciano la abrió parsimoniosamente y sacó de su interior unos pequeños cogollos verdosos. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y extrajo una cajita que contenía finos papeles de arroz. Cogió uno y lo desmenuzó sobre él con total calma. Enrolló hábilmente el papel y lamió con delicadeza el extremo. Cuando tuvo hecho el cilíndrico cigarro sacó una cerilla de la misma caja y lo encendió. Sin atender a la silenciosa impaciencia del muchacho dio un par de largas y reparadoras caladas. Entonces dijo:
- Escucha. Eres un intransigente si crees que porque a ti eso te parezca importante y básico lo ha de ser para ella. Tu situación, y no tu forma de pensar, es la que te ha establecido esa jerarquía de valores que ahora crees que defenderías siempre. Quizá, si tú fueses ella, esos principios que tan orgulloso presentas, no se te habrían pasado jamás por la cabeza. - Hizo una pausa que aprovechó un barítono trueno para expresar su aprobación. Continuó: - Hace mucho tiempo, el envanecido dueño de unas extensas y ricas tierras promulgó una ley de incondicional aplicación. Decía que todo aquel que a pie se cruzase con alguien montado a caballo, debería, no sólo ceder el paso, sino agachar la cabeza para dejarle pasar, sabedor de que a pie iba la envilecida muchedumbre y a caballo la excelsa gente de moral intachable, bajo pena capital. Pues un día de misa, fue con su familia a pie hasta la catedral por el capricho de su mujer, puesto que el día era espléndido e invitaba a caminar, y él jamás negaba nada a lo que más quería en ese mundo. Y así lo hicieron. Quiso el infortunado destino que un caballerizo, que por orden del rey había sacado a pasear para probarla y asentar las herraduras a la magnífica yegua que iba a regalar a su mujer, se dirigiese por el camino que conducía hacia la catedral a la salida de misa. La reina, que caminaba con la arrogancia y el orgullo que justamente correspondían a su posición, sin tan siquiera dedicar una efímera mirada, no cedió el paso a aquel jinete ante la atenta mirada de toda aquella sublime y altiva congregación de gente que en ese momento salía del templo. El rey, conocedor de su ley, tan justa e implacable, se vio ante el penoso dilema de aplicarla o no sobre su esposa. No podía negarse, puesto que toda la gente de bien lo había visto y él se jactaba de su incondicional integridad. Así que tuvo que ordenar que la decapitasen. Una gran sombra se cernió sobre él para el resto de su vida. Nunca más promulgó ninguna ley ni defendió ningún principio.
El chico, que había estado escuchando atento, preguntó:
- Maestro, ¿qué quieres decir con esto?
El viejo encendió una nueva cerilla e hizo crepitar el papel mientras aspiraba la relajante sustancia. Mantuvo el aliento unos segundos y después lo soltó suavemente dejando que sus pulmones descansasen. A continuación dijo:
- Lo que tú has hecho al imponerle tus dudosos valores es semejante a lo que hizo aquel rey. Todo juicio de valor, toda regla, todo principio está sujeto, por firme y probo que sea, a excepciones y singularidades que pueden anularlo en cualquier momento. Y se puede volver contra ti. Por eso, arrepiéntete, llora tu error y deja que el sabio remordimiento te haga reflexionar. Y entonces, quizá seas digno de poder pedirle disculpas.
Sin más, cerró los ojos a la vez que continuaba fumando el fino cigarro. El chico salió de la habitación contrito, pues no había encontrado las palabras de apoyo que esperaba. La lluvia había cesado. Un charco enturbiado por el barro le devolvió su propio reflejo, sucio y borroso, tal y como él se sentía.