viernes, 27 de mayo de 2016

Desangrado.

Las lágrimas se desprenden furiosas de tus ojos abrasados por la cruel salinidad del objeto de tu tristeza. No quieres llorar, pero las lágrimas no piden permiso. No te preguntan si deseas mojar tus mejillas, dedicándoselas a ese alma que te ha agujereado todas las arterias del cuerpo. La sangre brota y te inunda por dentro, coloreando de pegajoso negro los recovecos de tu hígado, tu estómago, tu garganta. Fluye con su ennegrecida oscuridad para ahogarte. Te desangras y se te hace eterno. Querrías tener menos de ese líquido aborrecible que te ha permitido vivir hasta ese momento en que se despide de ti lentamente para torturarte y prolongar tu agonía todo cuanto sea posible. Ni siquiera eso puedes elegir. Ni siquiera puedes controlar los latidos de tu corazón para que la empujen con mayor velocidad fuera de ti. Van por libre. Él decide cuándo y por quién va a atronar con su tambor infernal a un ritmo frenético. No te pregunta. Sin embargo, cuando tú quieres que se vuelva loco y expulse tu vida de dentro de ti, lo único que consigues es que tus entrañas, aliadas con él con una felonía brutal, se contraigan y te estrangulen con sus arcadas. Las lágrimas salen incandescentes y te calcinan las mejillas sin piedad. Te siguen perforando ávidas de tu propio dolor. Te dejas hacer. No puedes hacer nada más. Nada depende de lo que tú quieras o desees. Nunca lo ha hecho. Te tumbas sobre cualquier superficie sobre la que puedas reposar y te resignas, viendo cómo te consumes, a tener que asumir tu muerte entre agonía y angustia. No puedes hacer otra cosa que dejar que te aniquilen a su antojo. Pero cuando hayas perdido cada una de las gotas de sangre podrás descansar. Consuélate con que, aunque no quede poco, esa cruel tortura alcanzará su final, igual que lo harás tú.

jueves, 26 de mayo de 2016

Mañana.

He deseado tantas veces que llegue mañana, que soy incapaz de vivir el presente. Pero no quiero vivir el presente. Esa cruel y miserable tortura. Acaba ya presente, y deja que mañana venga para poder desear que pase.

Me odio.

Me odio. Me odio a mí mismo por ser incapaz de guardarme fidelidad. Por no ser capaz de odiar tanto como para poder alejarme de todo ser humano vivo. Por no ser capaz de vivir en una absoluta soledad y engañarme olvidando que esos seres son engendros sin conciencia ni voluntad propia. Nidos de maldad. Hormigueros de malas intenciones egoístas y egotistas. Me odio por sentir lástima del débil. Por sentir amistad del allegado. Por querer a la persona amada. Por convivir con una familia. Me odio por no poder ser fiel a mí mismo. Por no poder odiar como el odio se merece. Perdóname Odio por utilizar tu nombre en vano siendo completamente indigno de ti. Jamás seré capaz de practicar tu culto y de alabarte y glorificarte como te mereces. Pues al fin y al cabo no soy más que otro humano, ávido de maldad y de traición. Te utilizo en mi propio beneficio para después darte de lado. Perdóname Odio por ser débil. Solamente son dignos de ti los fuertes. Los que de verdad se sienten solos. Estoy corrupto. Corrompido por la propia naturaleza miserable y vil del ser humano. Una naturaleza asquerosa que no permite a la carcasa de carne y hueso que la recubre ser libre. Esclavizados por sí mismos. La única penitencia que puedo hacer para ser digno de merecerme tu desprecio es odiarme a mí mismo como lo hago. Ten por seguro que ésta es mi única entrega verdadera a ti. Perdóname Odio.

Putridez.

Como una sombra errante, perdida, que camina por un angosto pasaje que le conduce a un lugar desconocido. Un camino en cuyos márgenes hay cadáveres en descomposición. Un banquete mugriento en el que los comensales gozosos se retuercen anillados deshaciendo la carne y putrefactándola bocado a bocado. Expresiones inanes de terror. De auténtico miedo. Plegarias aulladas en bramidos de dolor de los maltratados que ruegan a su Dios que los convierta en seres muertos de una vez. Una silueta que se recorta contra el horizonte de ese estrecho y macabro camino. Una silueta indolente que sigue más allá sin escuchar aquellos lamentos que rasgan. Un alma ajada, raída como una mortaja enmohecida por los siglos de olvido dentro de su ataúd. Los gusanos continúan festejando el gran festín que devoran inagotablemente. Rostros y cuerpos descarnados, miembros desollados, vertedero de seres humanos destrozados por ellos mismos. A su alrededor todos son muertos. Pero esa sombra continúa melancólica e indolente sin dudar en su paso. El camino le guía, sólo tiene que seguir hacia delante, sin mirar a los lados. Sin dejarse putrefactar por el septicismo que le rodea. Calaveras inexpresivas que antes vestían una carne y una voluntad inmundas. Convertidas en nada. Aquella sombra viajera continúa su camino sin mirar a los lados, sin dedicar ni un mínimo y pasajero pensamiento a esa muchedumbre putrefacta que la rodea. Continúa caminando. Y continuará su camino sin desviarse hasta que no pueda más y se convierta en el alimento de los gusanos.

domingo, 22 de mayo de 2016

Una pena.

A su alrededor no veía más que gente que alimentaba su desagrado. Su desprecio y su desazón. Un grupito de niñatas estúpidas con voces repelentes que vestían vaqueros a los que les faltaba todo el vaquero excepto veinte centímetros que malamente cubrían las partes propias del pudor. Un grupito de niñatos con pantalones tan prietos que les juntaba los huevos con la campanilla. Unos tupés amorfamente largos y unos gestos de rapero rapeando. Un grupito de divinas que parecía que venían de la Quinta Avenida a joder. A atormentar con sus ropajes, que bien podían vestir en cualquier tipo de celebración solemne, la córneas de la gente normal. Unos barbazas con camisas de cuadros que desprendían su putrefacto style rociando de peste todo su alrededor. Y eso se repetía más aquí y acullá. Cerca y lejos. Copaban todo el espectro de categorías de medición de distancia y orientación espacial explicadas en Barrio Sésamo. Gracias a Dios que había sido previsor y llevaba consigo su mandoble. Lo sacó de la funda y comenzó a blandirlo. Lanzaba tajos sin parar. La sangre le empapaba las manos y la empuñadura, que quedaba pegajosa. Salaba su saliva y cubría su cara. Rostros de terror corrían despavoridos. Gritos agónicos de los mutilados vibraban como una melodiosa serenata. Su frenético éxtasis le producía una demente satisfacción. De pronto despertó de su ensimismada ensoñación. Estaba apoyado contra una pared de esa céntrica calle. Vio a su alrededor que todos esos seres despreciables seguían vivos y disfrutando del mismo aire que él. Suspiró un lamento de decepción y echó a andar. Sólo quería salir de allí cuanto antes para alejarse de esa pútrida masificación.

Su sabor.

Se olió. Todavía olía a ella. A su humedad. La tenía grabada en sus manos. Tatuada en su leguna. Le vinieron reminiscencias de su sabor. De su cuerpo empapado. De su respiración entrecortada y de su cadencioso deseo. No se lavó. No quería perderla. No comió nada para mantener en su boca su sabor. No estuvo nunca más con nadie. Si tenía que haber una última vez, quería que fuese con ella.

sábado, 14 de mayo de 2016

Carro de la compra.

Aunque la intensidad de las emociones sea la misma. Aunque sigas con esa dependencia emocional, notas que ya no es lo mismo. O eso crees. Ha llegado ese punto en el que notas que la otra persona ya no está en el punto que estaba hace un día. No sabes cómo habéis llegado ahí. Pero habéis llegado. Puede ser que se hiciese lo que se hiciese se iba a llegar a ese punto irremediablemente, igual que un carro de la compra llega al final cuando lo tiras por una cuesta. Sin embargo, tú sigues siendo completamente dependiente. Ahora vas solo en ese carro de la compra que baja a toda hostia por la cuesta y se va a empotrar contra el final.

jueves, 12 de mayo de 2016

El maestro II.

El cielo estaba cubierto por una capa de espesas nubes purpúreas que descargaban su llanto desconsolado sobre el empedrado del patio. Pequeños riachuelos improvisados y espontáneos se escabullían por entre las gruesas piedras. El chico se dirigió a la pequeña estancia cuya puerta abierta dejaba pasar el húmedo frío procedente del patio que reconfortaba al viejo.
- Maestro - dijo el muchacho.
El anciano se encontraba reflexionando de rodillas sobre una fina esterilla que descansaba silenciosa en el suelo de madera dentro de aquella habitación desprovista de cualquier ornamento y mobiliario. No movió un músculo ni abrió los ojos. Sin embargo, era todo oídos.
- Maestro - repitió el chico. - ¿Recuerdas que te dije que estaba enamorado? Pues he discutido con ella. He discutido porque me ha dicho que no es capaz de decirle a su prometido que me quiere a mí. - Una ráfaga de gélido viento entró en la estancia haciendo tiritar las dos pequeñas llamitas que hacía un momento habían bailado suavemente sobre las velas. Continuó: - Y yo le he dicho que eso es fundamental, que es el eje de todo y que es necesario e imperioso que se lo diga.
El maestro abrió los ojos y miró a la desnuda pared que tenía delante.
- ¿Ves aquella bolsita colgada de la alcayata? - Dijo sin señalar. - Tráela.
El muchacho obedeció solícito y se la entregó en la mano. El anciano la abrió parsimoniosamente y sacó de su interior unos pequeños cogollos verdosos. Metió la mano en el bolsillo de su pantalón y extrajo una cajita que contenía finos papeles de arroz. Cogió uno y lo desmenuzó sobre él con total calma. Enrolló hábilmente el papel y lamió con delicadeza el extremo. Cuando tuvo hecho el cilíndrico cigarro sacó una cerilla de la misma caja y lo encendió. Sin atender a la silenciosa impaciencia del muchacho dio un par de largas y reparadoras caladas. Entonces dijo:
- Escucha. Eres un intransigente si crees que porque a ti eso te parezca importante y básico lo ha de ser para ella. Tu situación, y no tu forma de pensar, es la que te ha establecido esa jerarquía de valores que ahora crees que defenderías siempre. Quizá, si tú fueses ella, esos principios que tan orgulloso presentas, no se te habrían pasado jamás por la cabeza. - Hizo una pausa que aprovechó un barítono trueno para expresar su aprobación. Continuó: - Hace mucho tiempo, el envanecido dueño de unas extensas y ricas tierras promulgó una ley de incondicional aplicación. Decía que todo aquel que a pie se cruzase con alguien montado a caballo, debería, no sólo ceder el paso, sino agachar la cabeza para dejarle pasar, sabedor de que a pie iba la envilecida muchedumbre y a caballo la excelsa gente de moral intachable, bajo pena capital. Pues un día de misa, fue con su familia a pie hasta la catedral por el capricho de su mujer, puesto que el día era espléndido e invitaba a caminar, y él jamás negaba nada a lo que más quería en ese mundo. Y así lo hicieron. Quiso el infortunado destino que un caballerizo, que por orden del rey había sacado a pasear para probarla y asentar las herraduras a la magnífica yegua que iba a regalar a su mujer, se dirigiese por el camino que conducía hacia la catedral a la salida de misa. La reina, que caminaba con la arrogancia y el orgullo que justamente correspondían a su posición, sin tan siquiera dedicar una efímera mirada, no cedió el paso a aquel jinete ante la atenta mirada de toda aquella sublime y altiva congregación de gente que en ese momento salía del templo. El rey, conocedor de su ley, tan justa e implacable, se vio ante el penoso dilema de aplicarla o no sobre su esposa. No podía negarse, puesto que toda la gente de bien lo había visto y él se jactaba de su incondicional integridad. Así que tuvo que ordenar que la decapitasen. Una gran sombra se cernió sobre él para el resto de su vida. Nunca más promulgó ninguna ley ni defendió ningún principio.
El chico, que había estado escuchando atento, preguntó:
- Maestro, ¿qué quieres decir con esto?
El viejo encendió una nueva cerilla e hizo crepitar el papel mientras aspiraba la relajante sustancia. Mantuvo el aliento unos segundos y después lo soltó suavemente dejando que sus pulmones descansasen. A continuación dijo:
- Lo que tú has hecho al imponerle tus dudosos valores es semejante a lo que hizo aquel rey. Todo juicio de valor, toda regla, todo principio está sujeto, por firme y probo que sea, a excepciones y singularidades que pueden anularlo en cualquier momento. Y se puede volver contra ti. Por eso, arrepiéntete, llora tu error y deja que el sabio remordimiento te haga reflexionar. Y entonces, quizá seas digno de poder pedirle disculpas.
Sin más, cerró los ojos a la vez que continuaba fumando el fino cigarro. El chico salió de la habitación contrito, pues no había encontrado las palabras de apoyo que esperaba. La lluvia había cesado. Un charco enturbiado por el barro le devolvió su propio reflejo, sucio y borroso, tal y como él se sentía.

domingo, 8 de mayo de 2016

El maestro I.

Hacía un día espléndido. Unas pocas nubes esponjosas y blanditas adornaban en blanco contraste un cielo azul mate. El joven se dirigió al huerto y allí vio al anciano. Se acercó caminando a él.
- Maestro.
El anciano se encontraba removiendo la tierra con la azada. No levantó los ojos de su tarea ni se giró hacia el muchacho. Sin embargo, era todo oídos.
- Maestro - dijo el chico. - Necesito tu consejo. Estoy enamorado. He conocido una chica que me encanta. Y yo a ella. Nos queremos más allá de lo que nadie se haya querido jamás. - Una suave y templada brisa les acarició relajadamente. El anciano seguía sin interrumpir su tarea. El muchacho continuó: - Pero no podemos estar juntos. Ella está comprometida y no se atreve a abandonar su camino y empezar uno conmigo. ¿Qué hago? Estoy tratando por todos los medios de desenamorarme. Quiero dejar de amarla. ¿Cómo puedo hacerlo?
El maestro se detuvo. Apoyó las dos manos sobre el extremo de la herramienta y levantó la mirada hacia una tomatera.
- ¿Ves aquel tomate de allí? - Dijo sin señalar. - Cógelo.
El muchacho obedeció y fue a por él. Lo arrancó y se lo entregó en la mano al maestro. Éste lo aceptó con una silenciosa cortesía, le dio un respetuoso mordisco y dijo:
- Bien, ahora escucha. En primer lugar, eres osado e injusto al pensar que el camino que ahora recorre es igual al que empezaría contigo. El camino en el que ella se encuentra está cuidado, alisado y libre de obstáculos incómodos. El que se abre ante vosotros dos, por el contrario, está virgen, lleno de piedras que tendréis que apartar, tendréis que construirlo de cero. Ella se encuentra sobre un suelo firme que contigo todavía no tiene. - Hizo un pequeño silencio, el cual lo aprovechó una lejana ave para expresar su descontento desde las alturas. Continuó: -  Hace mucho, en una pequeña villa alejada de todo, un aldeano joven como tú se acercó a la montaña más alta que rodeaba aquel valle cargado con un pico y una pala. Quería horadarla para hacerla caer y permitirle ver qué había más allá. Comenzó su trabajo. No se detuvo nunca. Las estaciones se sucedían y le maltrataban, el cruel clima le destruía y saboteaba el trabajo que tanto esfuerzo le costaba. La gente del pueblo le tomó por loco. Al cabo de los años murió sin haber conseguido apenas excavar un pequeño túnel. Su cadáver fue abandonado bajo aquella montaña para contento de los gusanos. La montaña le había engullido. Desde entonces, un fuerte viento corría siempre furioso por entre el valle, arrastrando consigo  la triunfal y pérfida risa de aquella montaña que había demostrado su magnificencia y superioridad ante aquellas insignificantes vidas.
El chico le miró confuso.
- Maestro, ¿qué quieres decir con esto?
El venerable agarró la azada con fuerza y reanudó su trabajo. Sin levantar la mirada de su tarea dijo:
- Lo que tú pretendes hacer luchando contra tus sentimientos es lo mismo que pretendió hacer aquel infeliz al horadar la montaña. No puedes luchar contra ti mismo. No puedes vencer a esa parte de ti que no controlas. Déjalo estar. Solamente el tiempo será quien pueda resolverlo y te convertirá en un cadáver inane o en la criatura más feliz sobre la tierra. Déjalo estar y espera sin importarte si esas emociones te consumen. No puedes hacer nada por cambiarlo.
El anciano se calló y siguió a lo suyo. El chico se alejó sin romper el silencio pensando en cómo iba a ser capaz de alcanzar la resignación e indolencia ante aquella sensación de agotadora desesperación.

No hay más.

Me gusta leer contigo en mi habitación. Me gusta la silueta oscura de tus piernas entreabiertas para que pueda alcanzarte. Me gusta tu voz cuando me haces burla. Quiero que tu lengua haga eco en mi boca. Que tu saliva deje de ser tuya y sea mía. Me gusta cómo te mueves encima de mí. Cómo te cubres por vergüenza y cómo te descubres por atrevimiento. Me gusta que me digas que quieres volver a ver los libros de mi estantería. Quiero que tus pupilas no me digan adiós. Que las comisuras de tus ojos no dejen de sonreírme. Pero qué más da lo que me guste o quiera. Ya está terminado. Ya no hay más.

Todo confuso.

Había recorrido esas calles cienmil veces. Qué digo cien mil, millones. Desde hacía unos pocos años, parte de su vida giraba en torno a una calle y la zona de alrededor por variopintos motivos. Sin embargo, un día recorrió esa misma calle con ella. Esa misma zona. Era la primera vez que lo hacía con ella. Lo había hecho antes con otras personas, pero fue ella. Desde ese día, cuando pasaba por allí no sentía lo mismo. La sensación que se había despertado dentro de él durante tanto tiempo había sido desplazada por la que ahora sentía cada vez que la recorría. No sabía qué era, pero se sentía extraño, era como si no reconociese aquellas calles, como si fuesen nuevas para él. La sensación de soledad y ansiedad se agarraba a su estómago. Había pasado de sentirse seguro y de sentirse en su elemento a sentirse confuso y extraño. A sentirse incluso incómodo por estar ahí sin ella. A sentirse vacío por estar ahí sin ella. Cuando hacía un mes se sentía entero yendo solo. Todo había pasado a estar translúcido. Todo era confuso.

Hecho es simple.

¿Os habéis preguntado por qué os gusta la música que os gusta? ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué os gustan ahora los pantalones que no visten los tobillos y son ajustados hasta la incomodidad? ¿Por qué esas zapatillas y no otras? ¿Por qué ese vocabulario? ¿Por qué esa corriente supuestamente sana e intelectual? Porque os gusta respondéis. Qué casualidad que os guste todo eso justo y cuando le gusta a todo el mundo. Pues lejos de conseguir esa genuinidad, originalidad, exclusividad y autenticidad que pretendéis, sois todos la misma puta calaña sobrante, nefanda, putrefacta y exterminable. Precisamente por querer estar integrados en la muchedumbre, placenteramente inflamable para mí, perdéis aquellos atributos que no os cansáis de fingir que os los veis los unos en los otros. Y todo porque realmente no los tenéis y lo sabéis, pero os lo tenéis que repetir en voz alta los unos a los otros para que recíprocamente os lo reconozcan y así poder quereros. Yo os pido, os ruego, os suplico: no os queráis tanto y suicidaros. Dejad de ser tan molones y pegaros un tajo en la tráquea. No moláis. El hecho es simple.

sábado, 7 de mayo de 2016

Pechuga de pollo.

Igual que la pechuga de pollo que sacas a descongelar y no te la comes ese día. Esperas al día siguiente. Llegas a casa a las tantas después de haber estado currando todo el puto día. Abres la nevera y la ves ahí. Está muerta, pero notas cómo te pide, cómo quiere que la consumas. Pero no lo haces, porque estás reventado y no puedes hacer el esfuerzo de sacar la sartén, el aceite y la sal. Llega el día siguiente y se repite. Abres la nevera. Ahí está. La sacas para hacerla, pero al levantar el plato que la cubría, un olor a putrefacto te abarca. No tiene color de necrosis, pero huele como si lo estuviese. La tiras a la basura. Así sientes que van a ser tus relaciones de ahora en adelante. Así que te cierras y decides que no vas a descongelar ninguna pechuga de pollo más.

Kurozuka.

Como en Kurozuka. Quiero que me cortes la cabeza y la cosas a otro cuerpo futuro que te busque. Quiero ser la reencarnación de todos tus futuros novios. Quiero morir y ser aquel a quien elijas. Me gustaría no haber nacido en mí y ser con quien acabes. Aunque eso suponga ser un pijo, un rico, un ser apático. Renunciaría a mi personalidad de mierda con la que quieres existir, ser, follar y discutir por ser esa personalidad de mierda con la que te encaja vivir, conformarte y ser medio feliz. Te perseguiría por mil futuros si fueses eterna. Rezaría a cualquier Dios para que me dejase esperar en el purgatorio solamente para verte pasar hacia el cielo, antes de que me empotrase contra el infierno. Me gustaría, como casi dijo Uaral, ser eterno en ti.

jueves, 5 de mayo de 2016

Sin llegar.

Recorría los caminos como un alma errante. Sin destino. Las aceras y las calles no le conducían a ningún sitio. Tampoco quería llegar. Se limitaba a existir. Desde que la perdió ya no tenía ningún objetivo. Nada a donde ir ni donde llegar. Nadie donde refugiarse ni donde consolarse. Ninguna pared para llorar ni lamentarse. Así permaneció hasta que se murió. Después de muerto, si es que es cierto que las almas a las que les queda algo por alcanzar quedan atrapadas, él permanecería así. Caminando siempre sin llegar.

miércoles, 4 de mayo de 2016

La colina.

La luna escribía tétricas sombras sobre la lúgubre superficie de la colina. Un árbol esquelético estiraba sus enclenques ramas en cualquier dirección. Una silueta se dibujaba negra contra la calavera blanquecina de la luna. El sonido vibrante de una lejana campana envolvía luctuoso el movimiento rítmico de aquella silueta. Más cercano, la pala emitía un sonido sordo cada vez que mordía la tierra. Una fosa cada vez más profunda iba engullendo al que la cavaba. Terminó de cavar. Salió del agujero y agarró de los tobillos al cadáver que le había hecho compañía durante aquellos oscuros minutos. La campana se quejó una vez más con su lánguido tañido marcando el tiempo que se acababa de extinguir. Lo arrastró hasta la fosa y lo arrojó dentro. Sin ningún sentimiento más allá de la indolencia comenzó a cubrirlo con la misma tierra que había extirpado hacía unos momentos. Cuando no quedó más que un pequeño montículo como recuerdo de aquel cadáver, echó a andar. Un último tañido acompañó el espeso paso de la silueta que poco a poco iba desapareciendo más allá de la funesta colina.

Colillas.

Cenicero lleno de colillas. Hay una que no llega a colilla, es medio cigarro. Arrugado. Apagado. Restos de lo que ella se ha dejado a medio fumar. La ceniza tiñe de gris el cenicero. Te miras por dentro y ves que ese cenicero podrías ser tú. Gris. Sucio. Ceniza esparcida en forma de polvo, en forma de manchas blanquecinas. Puntos negros donde se ha apagado el cigarro. Eres un cenicero de emociones descontroladas. Te pierdes en ti mismo. En un humo que sube en forma de espiral que mugre las paredes dentro de ti. Eres una colilla más, arrugada. O al menos así te sientes.