martes, 29 de marzo de 2016

Sólo queda imaginar.

Una caricia es todo lo que podía tener. Conformarse con acariciar su mano, sus dedos. Llegar como mucho hasta un poco más allá de sus muñecas. Eso es todo con lo que se tenía que conformar. Repasaba sus dedos con los suyos, imaginándose que eran sus piernas. Sus muslos. Seguía con sus yemas el camino que marcaban los tendones de su mano desde los nudillos hacia más allá, imaginando que eran sus clavículas. Besaba sus muñecas como si fuesen su cuello. Apretaba con sus labios las puntas de sus dedos humedeciéndolos ligeramente con su lengua, imaginándose que eran sus... Se imaginaba todo lo que no podía hacer estando tan cerca. Imaginárselo era todo con lo que tenía que conformarse. La miró a los ojos, pero no pudo aguantar mucho tiempo. Aunque hubiese sido una de esas personas que tienen facilidad en aguantar la mirada, no habría sido capaz de hacerlo en ese momento. Ver su boca y no poder besarla le abrasaba por dentro. Le abrasaba los ojos. Pero no lloró. Se guardaba las lágrimas para sí mismo. Se maldijo por ser tan débil. Por no poder evitar aquella situación, aun a sabiendas de que no le iba a hacer ningún bien que perdurase en el tiempo más allá de esos minutos. Juntaron sus cabezas y se abrazaron. Sus respiraciones se sincronizaron y se agitaron al mismo tiempo. Sus corazones se movieron con la misma aceleración. Sus pensamientos eran los mismos. Ambos se estaban haciendo el amor mentalmente. Sus cuerpos se movían juntos dentro de su estrecho abrazo. Incluso alcanzaron un pequeño éxtasis a la vez. Y después todo terminó. Los dos se separaron sabiendo que eso era lo más cerca que iban a poder estar nunca más. Se fue a casa tan vacío como lleno había estado hacía unos momentos. Y volvió a reproducir sin parar aquel momento en su cabeza durante siempre.

jueves, 24 de marzo de 2016

La realidad.

Repasas con nostalgia todo lo que ves en tu cuarto de tu infancia. Y ves ciertas cosas que te dejan ver lo que no viste en la edad contemporánea a aquella edad. Entonces te das cuenta. Tu padre era un alma encadenada. Un alma no libre. Tu madre le subyugaba y le sugestionaba de tal manera que hasta que no desapareció, nadie se dio cuenta. No quieres acabar así. Sin embargo, a tu alrededor ves a todos así. Ves que todos van a acabar así. Y también ves que todas van a acabar así. Ellos siendo unos pringados sin voluntad, ellas siendo unas tiranas. Ellas sometiéndose a la voluntad de él y ellos siendo unos autoritaristas. Eso es lo que ves. Se merecen, ellos a ellas y ellas a ellos. Se merecen comerse el cerebro recíprocamente como se lo comen, y como se lo comerán cuando se casen y cuando tengan hijos. Porque se casarán y tendrán hijos. Aunque digan que no y que no es el siguiente paso. Aún así lo harán. Se casarán y tendrán hijos. Y en cada etapa de esas se justificarán de alguna manera que socialmente todo el mundo acepte. Todo el mundo salvo tú. Y entonces dictarás su condena bajo tus leyes. Dictarás su pena de muerte en tu cabeza. Sin darse cuenta se contradicen a sí mismos al cabo de unos meses. Lo que decían que no harían, lo hacen. Supuestamente en el nombre del amor, porque si no dan a entender eso, tendrían que rendir cuentas ante la verdad y tendrían que desdecirse. Asco. Lo que te produce esa gente y su boda y su descendencia no nata o nata, es asco y rencor. Horror y rabia. Esa falsedad con la que ejecutan su sagrado sacramento y su bienaventurada concepción, te da arcadas y despierta tus más psicópatas instintos. Tú no crees en ello, sin embargo lo respetas más. Si Dios existiese no aceptaría ninguno o casi ninguno de los casamientos que se producen alrededor. Ni siquiera bendeciría esos nacimientos que sólo representan el paso número tres en la sucesión de sus vidas. Los rechazaría. Les pediría, por favor, que decidiesen por sí mismos. Pero da igual. La realidad es que, aunque crean en su Dios o no, lo que van a hacer es lo que la Verdad les exige.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Qué facilidad.

Con qué facilidad encontráis pareja y la amáis para siempre. A mí me resulta complicadísimo. Con lo difícil que es que alguien te guste de verdad. Con lo más difícil aún que es que la persona que te gusta de verdad sienta lo mismo. Cómo lo hacéis. Dónde está el truco. Creo que lo sé y no lo quiero. Conformismo. Conformarse con lo más cercano, aunque eso no signifique que esté menos lejano,  a lo que uno aspira. Quedaros con vuestro conformismo y disfrutad de él y de su podredumbre. Del septicismo que os carcomerá sin que lo sepáis. Os miro y veo cadáveres de emociones. Salvajes que maltratan el amor. Seres cuya felicidad tiene un umbral que se alcanza y sobrepasa con tanta simpleza. Mentira, no sois felices. Os convencéis de que lo sois porque rechazáis la soledad y os da pánico. Os mentís. No os queréis como se debe querer a alguien para decirle que le quieres. Falsos. Hipócritas. Jamás lo veréis ni seréis conscientes de que la vacuidad es la que realmente llena vuestras miserables y pobres vidas. Disfrutad de ello vosotros que tenéis esa facilidad. Yo me conformo con seguir mi camino de amargor y autosapiencia.

Desaparecer.

Venas que arrastran sangre incolora. Descolorida por todo. Venas que conducen el dolor hasta todos los rincones del ser. Un diluvio de emociones y sentimientos que han caído torrencialmente y han calado hasta la médula de los huesos. Que han dejado unos charcos oscuros y sucios. Una mezcla de lo que fuese puro, idílico, transparente y perfecto, está ahora opaco, contaminado, mugriento y desaliñado. La desesperación consume como la peste todo a su paso. La ilusión es un vago recuerdo muy lejano, borroso. Algo para lo que ya no se está preparado para disfrutar. Cuando la vida ha obligado a avanzar tanto que no se quiere ni se necesita seguir cogiendo experiencia. La vejez ha alcanzado el presente. Las ganas de que toda motivación radique en sentarse en un banco y ver las obras y a la gente pasar ha llegado prematuramente. Las ganas de dejar de tener ganas de nada, de no encontrar emoción en absolutamente nada han hecho su nido en todas y cada una de las esquinas. La droga se extiende y entorpece los movimientos. Los pensamientos. El pecho duele. Duele por el humo. Y duele sobretodo por todo lo que podría haber sido y no lo va a ser nunca. Se escucha el eco de una risa siniestra. ¿El azar? ¿La suerte? ¿Algún dios? Quién se está riendo. Quién no deja de estar jugando a ver hasta dónde puede uno aguantar. Dónde está su límite. La vida empuja hacia adelante. Aplasta contra el aire que hay enfrente. Llena los pulmones de agonía y el estómago de arcadas. Llena de ansiedad y angustia. Desaparecer. Desaparecer es lo único que se desea. Lo único que puede hacer desaparecer esas sensaciones. Lo único que puede hacer que desaparezcan los instintos básicos de querer ser feliz. De querer encontrar un sentido a algo. Desaparecer es lo único que se anhela. Desaparece.

sábado, 19 de marzo de 2016

Últimamente XX.

Qué cojones hacía mal, era lo que se preguntaba últimamente. Joder, a sus amigos les había ido bien, tarde o temprano. Pero es que para él, incluso lo que era tarde ya había pasado. Y lo que era temprano no lo había conocido. Qué hacía mal. De verdad. Se lo preguntaba a sí mismo. Se lo preguntaba al aire. Qué cojones hacía mal para que no pudiese ir bien nada. No había tregua. Incluso el pilar básico sobre el que se sentía seguro, su soledad, ahora era una puta ruina. Lo único a lo que se podía aferrar que le levantase un poco la persiana para que entrase algo de luz, se había derrumbado. Desplomado. Destruido. Desaparecido. Ya no quería estar solo. Ya no se imaginaba solo delante del ordenador. Ya no se veía solo acariciando a sus gatos. Haciendo la cena. Ahora se veía acompañado. Se veía con un alma siamesa a la suya. Con ella al lado desgastando el tiempo a pocos. Pero no. La bola de demolición había venido arrasándolo todo. Y aunque no se viese solo, estaba solo.

martes, 8 de marzo de 2016

Plegaria de un moribundo.

Se encontraba suspendido en una cruz de madera. Unos clavos le sujetaban con fuerza de pies y manos. Cada gramo de su cuerpo le dolía como cien kilos. Tenía la barbilla pegada al pecho. Tan cabizbajo como se lo permitía su cuello. Condenado por nada. Hilos de saliva se desprendían lánguidos de sus labios. Su nariz lloraba lo que sus ojos ya no podían. Levantó como pudo la cabeza. Expresión demacrada y triste. Resignada y llorosa. El estómago le pinchaba y le ahogaba como si una corona de espinas se le estuviese enroscando por dentro. Miró a los cuervos y los buitres que le sobrevolaban. Que se habían posado sobre el tablón atravesado en el que sus manos se encontraban clavadas. Imploró. Los llamó. Les suplicó. Llamó a la muerte. No quería seguir en ese estado. Por favor, devoradme ya. Alimentaros de mis ojos, de la desnutrida carne de mis costillas. Abridme el estómago y quitádmelo. Sacadlo de ahí. Me está matando. Me asfixia. Por favor, arrancádmelo. Haced que me quede sin sangre. No me dejéis vivir así. Quiero dejar de pensar. Las benévolas aves carroñeras complacieron sus deseos y comenzaron a pellizcarle con sus picos. Cada picotazo era un remordimiento menos. Un pensamiento que dejaba de torturarle. Un recuerdo opresor borrado. Miró todo cuanto pudo hacia su interior y le dio las gracias a la muerte.

Nocturno 20 C sostenido menor.

Dio gracias a Chopin por entenderle un siglo antes de su nacimiento. Por saber cómo se sentía y ser capaz de componer algo para él en ese momento. Cada tecla del piano arrastraba una lágrima. Hacía mucho que no lloraba. Mucho. Había derramado un par de lágrimas alguna vez, pero sin llegar a ser como ese día. Rompió a llorar y se sintió a gusto. Dejó que las lágrimas cayesen sobre sus manos. Que la saliva se le acumulase. Y que los sollozos le estremeciesen arrítmicamente. Sentía impotencia. Impotencia por no poder controlar esa asquerosa parte de sí mismo que no quería. Por no haber sabido ni podido comportarse para que ella le hubiese querido. Que se hubiese dado cuenta de que realmente era él lo que quería. Dejó sonar el nocturno número 20 en do sostenido menor de Chopin, consolándose con saber que, al menos otra persona, también había pasado por lo mismo hacía dos siglos.

lunes, 7 de marzo de 2016

Cuestión de pasos.

Escuchó el sonido metálico de la llave en la cerradura. No había dormido en toda la noche. Le sacaron de la celda y le metieron en una fila formada por otros tantos presos cuyo destino era el patíbulo. Se había resignado hacía poco, muy poco. Mientras los conducían por los pasillos de los calabozos oía los sollozos de los demás presos que formaban en fila. Le habría gustado ir solo, claro, que también le habría gustado no estar en esa fila. Se concentró en sí mismo. Iba contando los pasos que había desde su celda. Salieron al patio. Allí se congregaba una suerte de despreciables seres indolentes que iban a saciar sus mórbidas necesidades. Él seguía contando los pasos cabizbajo. Los detuvieron en un momento dado y subieron al primero. Él estaba el segundo. Le habría gustado ser el primero, claro, que también le habría gustado no estar ahí. El pobre hombre gritaba, lloraba y suplicaba. Se resistía a avanzar. Mientras eso sucedía, él pensaba en que solamente unos pasos más le separaban de aquella hacha. Aquel hombre invocó a su madre, la llamó varias veces. Él podía sentir su agonía, la agonía de estar a punto de morir y saberlo. Le entendía perfectamente. Era extraño pensar que ahora respiraba, algo tan sencillo como eso, y que dentro de un hachazo ya no. Todo habría terminado. Dejaría de poder tomar decisiones. Estaba tan cerca. Por fin consiguieron someter al pobre desgraciado y de rodillas se quedó implorando en susurros humedecidos por la saliva que se le escapaba viscosa de la boca cualquier sin sentido. Vio cómo el verdugo levantaba el hacha y la bajaba con un movimiento y un sentimiento rutinarios. Ya estaba. Era cuestión de pasos. ¿Quince? ¿Veinte? Daba igual, en cuestión de unos pocos pasos todo dejaría de estar para él. Le agarraron y le subieron. Se dejó. Cada paso que contaba le acercaba un poco más. Se puso de rodillas y apoyó la cabeza en el tronco de madera. Dieciséis pasos había contado. Dieciséis pasos eran los que le habían separado de aquello. Siguió repitiéndose ese número continuamente. Ese número maldito que le llevaba a la condenación. El verdugo levantó los brazos. Dieciséis. Tan sólo era una cuestión de pasos.

Cómo te sientes V.

Como una boya en medio del mar.
Como un payaso triste.
Como un malabarista sin manos.
Como un juguete sin pilas.
Como un conejo desollado en exposición.
Como un charco al pie de la acera.
Como el vaho del espejo.
Como una hoja en otoño.
Destrozado.

domingo, 6 de marzo de 2016

Enano mongolo.

Estaba anonadado. Cuánta maestría en sus palabras y sus gestos. Jamás había visto a un enano mongolo hablando sobre sus dones. Qué de cosas sabía y qué eficiente era en su trabajo diario. Qué tontos éramos todos. Le fascinaba la facilidad con la que de forma natural acudía la mierda a su boca. La facilidad con la que las subnormalidades se materializaban entre sus labios. Deberían crear una asociación solidaria solamente para esa persona. No aguantó más. Sacó una pipa y le metió un tiro en la cara.

Cómo te sientes IV.

Como una colilla aplastada contra el cenicero.
Como el retorcido humo exhalado.
Como una llave que no abre.
Como un pan mojado.
Como la página suelta de un libro.
Como el exoesqueleto de un cangrejo.
Como el toldo de un kiosko abandonado.
Como la bolsa usada del té.
Como un ojo miope sin gafas.
Como una reducción al absurdo.
Muy mal.

sábado, 5 de marzo de 2016

No ha dado tiempo.

No me ha dado tiempo a grabarte en mis retinas. A tatuarte en mis pituitarias. No me ha dado tiempo a guardarte en todas y cada una de las arrugas de mis manos para que cuando una gitana las lea me diga que hubo alguien que hizo mella. Sin embargo ha sido suficiente para demacrarme. Para que me mire en el espejo y por primera vez en la vida sea consciente de mi edad real e incluso me vea viejo. Suficiente para darme cuenta de que he vivido treinta y dos años sin ti y he sido capaz, y para darme cuenta de que habiendo estado contigo sólo dos meses, el resto de mi vida se va a eternizar sin ti. No me ha dado tiempo a vivir todo lo que me había imaginado contigo. Estoy seguro de que sin salir de viaje romántico a París o Disneylandia, sin salir de los cuarenta por ochenta centímetros de mi cama, haciendo nudos con las piernas y con nuestras lenguas recorriéndonos por todos nuestros recovecos, habríamos sido todo. No habríamos echado nada en falta ni de menos. Y sé que repetiríamos siempre, hasta que la muerte nos separase. Hasta que nos separase de verdad. Pero no me ha dado tiempo a vivirlo. Ahora noto que me sobra tiempo. Me sobra vida. Me sobra todo el espacio que no llenas y todo el tiempo que no estás conmigo. No me ha dado tiempo a vivirte. No ha dado tiempo a nada, salvo a que me acostumbre a ti.

Últimamente XIX.

"Con qué facilidad sale la gente de tu vida, y con qué facilidad lo superan". Eso pensaba últimamente. No era nada nuevo. Ya le había pasado otras veces, pero no lograba acostumbrarse. Cómo podían ciertas personas que habían estado unidas a él como lo están los protones y los neutrones, cómo podían ciertas personas que habían orbitado alrededor de su núcleo tantas veces, salir como si nada, e ilesas. Él salía siempre jodido de esas fisiones. Cuanto más pensaba en esas personas y en cómo habían salido de su pecho cerrando con un portazo o incluso dejándolo abierto, más las admiraba. Él no era capaz de salir así de la vida de nadie sin sentirse desplomado. Y tampoco era capaz de asumir que saliesen así de su vida sin sentirse desplomado. La última que había salido de su vida lo había hecho usando las fibras de su corazón como lianas. Parecía divertido. Para ella. Sólo esperaba que no lo hubiese superado tan rápido. Esperaba que aún le dedicase algún segundo en su pensamiento. Aunque fuese uno. Últimamente pensaba que tenía que aprender a desarrollar la capacidad de esas personas para superarlo. Dio una última calada al espirituoso y se dejó llevar por la cuesta abajo que le hundía desde hacía una década hacia sus profundidades. Desconocía cuán profundo era, pero a ese paso lo iba a descubrir.

jueves, 3 de marzo de 2016

Ya no queda nada.

Ya no le quedaba nada de ella.Ya no iba a disfrutar de su nariz fría en su cuello. De sus muslos ni de sus hombros. No iba a poder abrazarla aunque la tuviese a menos de un brazo de distancia. Lo único que podía hacer era llorar. Lo más cerca que podía aproximarse a ella era al abrir el What's App y buscarla. Mirar a qué hora se había conectado. Eso era lo único que le acercaba, y a la vez le destruía. Dos días atrás se habrían escrito muchas cosas. Muchos sentimientos se habrían traducido en letras. Ya no. Sus ojos se humedecieron una vez más. Antes ya lo había pasado mal por alguna persona, pero se había quedado en ansiedad, en ira, en algo superficial. Esta vez estaba deshecho. En ruinas. No quedaba ninguna columna dentro de él que le sustentase ni sostuviese. Cuánto tiempo iba a tardar en reconstruirse. Y cuando lo consiguiese, lo único que iba a poder levantar sería un decrépito y penoso reflejo de lo que fuera antes, cuando había estado con ella. Ya no le quedaba nada de él. Ya no le quedaba nada de ella.

Quien tenga algo que decir.

"Quien tenga algo que decir que hable ahora o calle para siempre". Yo. Yo tengo muchos algos que decir. No te cases. ¿Realmente quieres eso para el resto de tu vida? Igual ahora esas palabras se pronuncian por el mero hecho de que son bonitas y gustan, pero cuánta gente lo dice en serio. ¿Te lo has planteado? Hasta que la muerte os separe. Eso es mucho. Nadie lo dice creyéndoselo. ¿Realmente te ves muriendo con él? Yo sí me veo muriendo contigo. Y no me casaría ni pronunciaría esas palabras cristianas delante de un cura y de cientos de personas, ni tampoco las pronunciaría delante de un juez. Te las diría a ti todos los días hasta que ya no lo pensase. Y me gustaría que tú me las dijeses hasta que ya no lo pensases. Que todo lo que me entregases fuese real, no un conformismo. Que nunca llegásemos a la rutina y al cariño residual. Que nunca dejásemos de querer sexo constante. ¿Realmente crees que quieres esto? Si es así, me callo y me voy. Si realmente lo haces porque sigues enamorada y no lo haces porque es el siguiente paso y porque le sigues teniendo cariño, hazlo. Con una persona solamente he sentido lo mismo que contigo con un abrazo. Yo te quiero hasta que la muerte nos separe. Que la muerte nos separe, para mí es lo que ya nos separa. Que eso se materialice. Que te cases. Eso es. Yo no puedo garantizarte una estabilidad a futuro. Pero nadie puede. Y quien diga lo contrario miente. Tú mientes si le dices que sí. Os mentisteis cuando os pedisteis matrimonio. Yo no puedo darte nada más allá de lo que ahora siento. Pero es que ahora siento que te quiero siempre. Que quiero que mis gusanos sean los tuyos. Que la tierra que ahogue mi cadáver sea la misma que respire el tuyo. No te cases.

De repente, se percató de que existía. Estaba bebiéndose una copa. Barra libre, como en todas las bodas. Estaba alejado de sus conocidos. La vio bailando con él. Con el marido. Un baile feliz, un vals. Él no bailaría el vals, lo escucharía con ella en el sofá de su casa. Y no sería el típico vals ni tampoco la melodía de la Guerra de las Galaxias ni de Juego de Tronos, como hacen en las bodas muy contemporáneas y súper frikis. Sería el vals número diez de Chopin. Estaba consumiéndose por dentro mientras lo veía. Decidió salir. Salió a los estupendos jardines. Y allí solo, se fumó un porro. Allí empezó a reproducir en su cabeza aquel vals de Chopin y bailó con ella. Bailó con ella. Él tenía muchas cosas que decir. Pero no las dijo.

miércoles, 2 de marzo de 2016

Una rata.

Le temblaba el pulso. El canuto vibraba en su mano. Pero no tiritaba de frío, aunque en ese momento se sentía congelado. Tan congelado que ardía. Le dio una, dos, tres caladas. Exhaló el humo y le dio otras tres caladas temblorosas. Se llevó las manos al pelo y se lo frotó. Alzó la mirada y vio que delante de él había una rata. Una rata erguida, peluda, castaño oscuro. Movía los bigotes tan rápido como se movía el porro entre sus dedos. De pronto le dijo: "enhorabuena, lo has conseguido. Te has pillado otra vez para nada. Y mira que hace poco te pasó lo mismo. Muy bien, sigue así". Y desapareció. Le dio otras tantas caladas seguidas a lo único que en ese momento le podía tranquilizar. Se quedó pensativo. Esa rata le había hecho reflexionar. Le gustaba estar solo. La soledad nunca le fallaba, siempre estaba ahí para él. Cada minuto de su existencia era para él. Nunca se enfadaba ni le hacía creer que le entendía y luego se daba la vuelta dejándole con la palabra en la boca. Nunca sentía que sus sentimientos hacia ella ni los de ella hacia él estaban en desequilibrio. Querían lo mismo en el mismo momento. Sin embargo, él había dado de lado a esa leal sensación por culpa de otra. Para nada. Por qué las personas se empeñaban en hacerle creer una cosa cuando las tenía delante, y se lo decían de tal manera que se lo creía; pero después, cuando no estaban presentes, cuando sus ojos no podían verle, no respaldaban aquello que tan efusivamente le habían dicho y que le habían hecho creer. Preferiría que todos fuesen mudos, y que en lugar de envolver la mierda con palabras, se viesen obligados a apartarla con sus manos. Entonces, y sólo entonces, igual no conseguirían engañarle.

Un caramelo.

Ilusiónate. Déjate llevar. Se optimista y no pienses en nada que no sea lo que no va a pasar y quieres que pase. Entonces será cuando el muro de la realidad se te estampe en la cara con mayor fuerza.

Últimamente XVIII.

Últimamente se sentía gilipollas. Últimamente pensaba que en casi todos sus "últimamentes" se había prometido no volver a sentir, no volver a dejarse llevar. Se llevó la mano a las cejas, y mientras se las frotaba, absorbía con sus pulmones la evaporada sustancia que le permitía continuar respirando. "No te creas jamás nada de lo que te digan cuando se trate de sentimientos buenos hacia ti". Eso era lo que le vino en ese momento a la mente. Qué sencillo le había resultado a ella hacerle creer algo que realmente no iba a suceder. Con qué facilidad habría podido él evitarlo. Pero se dejó llevar. Se engañó a sí mismo pensando que algo podría salir bien. ¡Claro que no joder! Qué torpe y qué patán era. Le dio dos tiros más al canuto y concluyó que esta vez sí, era la última.

Últimamente XVII.

"Cuanto más nos civilizamos y más sofisticados nos hacemos, más nos alejamos de nuestra propia naturaleza". Esto era lo que pensaba últimamente. Terminó de enrollar el cigarro cargado de aturdidor y lo encendió. Mientras hacía esto pensaba en que si arrimaba a la nariz de sus gatos cualquier olor procedente de su cuerpo, no huían, como mucho le dedicaban una mirada adormecida y placentera o quizá, si se encontraban un poco menos aletargados, mostraban un poco más de interés moviendo el hocico cadenciosamente. Sin embargo, si se le ocurría aproximarles cualquier sustancia relacionada con la sanidad y la higiene que en la edad contemporánea se asocia con la conducta del saludable y pulcro ser humano, corrían despavoridos antes incluso de que estuviese a un brazo de distancia. Era curioso cómo la naturaleza se acepta así misma, mientras que el subser humano, por naturaleza, tendía a rechazarla. En ese momento pensó que entonces, por qué iba a tener que avergonzarse cuando a él le atraían los olores primarios, básicos e instintivos. Si se le ocurriese decir en público que le gustaba el olor que el fluido emergente de entre las piernas de la persona que le gustaba le atraía y le deleitaba, y que por eso no quería lavarse, sería repudiado, levantaría repugnancia entre los infraseres que le rodeasen. Y no se quería lavar porque ese olor le recordaba a un momento que querría repetir en bucle sin parar. Parece ser que de los sentimientos, de las pasiones, de todo aquello que es bonito, sólo se puede hablar con sutilezas, con eufemismos que adornan la sencillez y la crudeza de la naturaleza. Pues no, follar es muy bonito, pero huele. Y es un olor atractivo. Claro que es atractivo. Dio la última calada a la nebulosa de su entendimiento y concluyó que ojalá fuese gato para poder lavarse con su propia lengua sin tener que avergonzarse.

Dejadme en paz.

Hay gente molesta a la que le gusta preguntar. "Si te ven mal, ¿por qué preguntan?". "Hombre, porque se preocupan por ti". Falso, con perdón. Creo que eso es una mentira como un menhir de grande. ¿Acaso el que le cuentes lo que te preocupa le va a generar ansiedad? ¿Le va a hacer que deje de comer? ¿Le va a revolver la tripa durante más de cinco minutos? No. Pues entonces. Cerrad el arco de triunfo que tenéis por boca y no hagáis como que os importa. Es mejor para vosotros y es mejor para mí, que lo único que podría agradeceros en este momento es que me dejaseis en paz. Así que dejadme en paz.

Idos a la mierda, por favor.

Si os cortasen la tripa sangraríais horchata. Si os trepanasen el cerebro, por el orificio sólo saldría el excreméntico poso de la mierda que os habéis tragado y habéis asimilado como propia. ¡Venga coño! Casaros. Tened mil hijos y sed felices en vuestra insustancial vida de mierda. Compraros un coche. Id de traje a las bodas y comuniones. Experimentad con los jueguecitos que Durex inventa para vosotros. Cambiad de smartphone cada generación y media. Haceros selfies siempre sonrientes y dejando que la hipocresía esconda bajo una enclenque carcasa de felicidad lo que realmente vivís. Idos todos a la mierda, por favor.

La última carta.

Había escrito cientos de cartas para ella. Pero no le había entregado ninguna. Se las había dedicado todas. Le había dedicado todo el tiempo que había pasado traduciendo sus lágrimas en palabras. Describiendo los pocos e insuficientes momentos que habían pasado juntos. Diciéndole todo lo que no había sido capaz de expresar cuando la tenía delante. No se sentía bien. Estaba desesperado. Se había dejado arrastrar por los sentimientos. Se había dejado consumir por la esperanza de lo que podría haber sido, pero que nunca llegó a ser.

La luna se filtraba translúcida por las blanquecinas cortinas que se dejaban acariciar por la suave brisa que entraba por la ventana. No había encendido ninguna luz. No quería más iluminación que esos tétricos haces blanquecinos. El pulso le temblaba. Se encontraba sentado frente a su escritorio. Iba a escribirle la última carta. La ansiedad le devoraba. Un sentimiento de rabia y odio comenzó a crecer dentro de él. Cogió la pluma y la entintó. Escribió. Parecía que una mano ajena a la suya le sujetase y le obligase a trazar las palabras que no quería poner. Notaba un aliento cálido en su espalda. Una presencia que le inquietaba a la vez que le templaba. No escribió mucho. Y cuando terminó, dejó caer la pluma y leyó lo que había escrito. En el papel no había nada. Ni una palabra ni una letra. De pronto, sintió que algo tiraba de él. Entonces pudo ver lo que era. Una extraña joven le sostenía de la mano y le conducía hacia la ventana. Sus rasgos eran siniestros, pero en el fondo le recordaban a los de la persona a la que iba dedicada la carta. Vio que en su otra mano, ella portaba el papel que acababa de escribir. Sin más, saltó por la ventana sin soltarle la mano. Él no luchó. No se resistió. Se dejo llevar por ella. Mientras caía notaba la humedad de sus labios. Notaba en las palmas de las manos su cuerpo. Su cara. Era como si la tuviese delante. Como si estuviese viviendo de nuevo uno de aquellos momentos con ella. Notaba su nariz fría en su cuello. Llegó al suelo y todos sus pensamientos se cortaron y desaparecieron violentamente. Para siempre.

Cuando despertó, vio sobre la mesita que había junto a su cama un papel en blanco. Lo cogió. No tenía nada escrito, sin embargo, notaba dentro de sí calor. Su cuerpo comenzó a arder y su corazón empezó a golpearle fuerte las costillas. Las sienes. El cuello. Las muñecas. Todo. Notó los labios de él sobre los suyos. Notó sus manos acariciándola con pudor allá hasta donde podían llegar. Olió su cuello. De repente, su acompañante de vida hasta que la muerte los separase, que también se había despertado, le preguntó qué le ocurría. Ella salió bruscamente de su ensimismamiento. Solamente pudo negar con la cabeza mientras su mirada se perdía en cualquier rincón de la habitación. En su interior sabía que ese papel le pertenecía a él y, por algún extraño motivo, también sabía lo que significaba. Se levantó de la cama y caminó muy despacio, como embelesada, hacia la ventana. Se asomó. Miró el papel por última vez y lo soltó. La carta salió volando describiendo circunferencias y espirales hasta que se perdió en algún lugar de la lejanía. Una lágrima cayó de sus ojos. Y una condena la atrapó para el resto de su vida.

Camino de la espada.

Maldecía su imposibilidad natural para decir todo lo que quería decir en el momento oportuno. Siempre le venían mil ideas y frases perfectas después de haber sucedido el encuentro en el que tendrían que haber surgido. Qué más daba. Ella ya había decidido. Le pareciese mal o bien, ella ya había decidido. Y podría haberle seguido diciendo mil cosas y haber prolongado la conversación, pero de qué valdría. De nada. Una parte de sí mismo le insistía en terminar de decir todo eso que no había dicho. Otra parte, la más sensata, le decía que no tenía sentido, nada iba a cambiar. Como mucho qué iba a conseguir, darle más vueltas al mismo círculo. Un círculo cuyo perímetro no se iba a romper nunca abriéndose a una espiral que pudiese desembocar en otro final. Así que, para qué. Ya estaba todo dicho, aunque quedasen mil cosas por decir. Sólo quedaba seguir y aferrarse a la idea de que tendría que pasar por la espada a su yo emocional.

Últimamente XVI.

Lo normal habría sido no gustarle. No gustarle y que sólo le considerase un amigo, uno más. Eso pensaba mientras le daba unas caladas al espirituoso desdensificador de almas y pensamientos. "Cómo cojones - pensaba - le podía gustar a ella", era algo inverosímil totalmente. Si era incapaz de no parecer idiota. Si no era capaz de comportarse normal. Si además se iba a casar. Podría hacer como que no le importaba nada y haberlo dejado fluir hasta donde llegase, pero no le apetecía. ¿Qué es lo máximo que habría conseguido, acostarse con ella con una remotísima posibilidad? Para qué. No es eso lo que quería. Quería poder acostarse con ella siempre que quisiese, y que no fuese a escondidas ni con la conciencia dándole empujones por dentro. Últimamente se daba cuenta de que las cosas no podían salir nunca si no eran del revés. Estaba como un escarabajo panza arriba que se resigna esperando a que algún agente externo le ponga bien. Además ¿qué podía hacer? Nada. No podía hacer nada. Y aún así se sentía mal por no ser capaz de poder hacer que las cosas fuesen diferentes. Mientras se terminaba la chusta, pensaba que habiendo estado cerquísima de algo perfecto, había estado a años luz de conseguirlo. Últimamente no podía evitar autocompadecerse y darse asco. Al parecer ése era el estado natural al que le dirigía la cuesta abajo por la que se hundía más y más cada vez que vivía. Últimamente sólo pensaba en ella y en que la vida era una puta mierda.