Había escrito cientos de cartas para ella. Pero no le había entregado ninguna. Se las había dedicado todas. Le había dedicado todo el tiempo que había pasado traduciendo sus lágrimas en palabras. Describiendo los pocos e insuficientes momentos que habían pasado juntos. Diciéndole todo lo que no había sido capaz de expresar cuando la tenía delante. No se sentía bien. Estaba desesperado. Se había dejado arrastrar por los sentimientos. Se había dejado consumir por la esperanza de lo que podría haber sido, pero que nunca llegó a ser.
La luna se filtraba translúcida por las blanquecinas cortinas que se dejaban acariciar por la suave brisa que entraba por la ventana. No había encendido ninguna luz. No quería más iluminación que esos tétricos haces blanquecinos. El pulso le temblaba. Se encontraba sentado frente a su escritorio. Iba a escribirle la última carta. La ansiedad le devoraba. Un sentimiento de rabia y odio comenzó a crecer dentro de él. Cogió la pluma y la entintó. Escribió. Parecía que una mano ajena a la suya le sujetase y le obligase a trazar las palabras que no quería poner. Notaba un aliento cálido en su espalda. Una presencia que le inquietaba a la vez que le templaba. No escribió mucho. Y cuando terminó, dejó caer la pluma y leyó lo que había escrito. En el papel no había nada. Ni una palabra ni una letra. De pronto, sintió que algo tiraba de él. Entonces pudo ver lo que era. Una extraña joven le sostenía de la mano y le conducía hacia la ventana. Sus rasgos eran siniestros, pero en el fondo le recordaban a los de la persona a la que iba dedicada la carta. Vio que en su otra mano, ella portaba el papel que acababa de escribir. Sin más, saltó por la ventana sin soltarle la mano. Él no luchó. No se resistió. Se dejo llevar por ella. Mientras caía notaba la humedad de sus labios. Notaba en las palmas de las manos su cuerpo. Su cara. Era como si la tuviese delante. Como si estuviese viviendo de nuevo uno de aquellos momentos con ella. Notaba su nariz fría en su cuello. Llegó al suelo y todos sus pensamientos se cortaron y desaparecieron violentamente. Para siempre.
Cuando despertó, vio sobre la mesita que había junto a su cama un papel en blanco. Lo cogió. No tenía nada escrito, sin embargo, notaba dentro de sí calor. Su cuerpo comenzó a arder y su corazón empezó a golpearle fuerte las costillas. Las sienes. El cuello. Las muñecas. Todo. Notó los labios de él sobre los suyos. Notó sus manos acariciándola con pudor allá hasta donde podían llegar. Olió su cuello. De repente, su acompañante de vida hasta que la muerte los separase, que también se había despertado, le preguntó qué le ocurría. Ella salió bruscamente de su ensimismamiento. Solamente pudo negar con la cabeza mientras su mirada se perdía en cualquier rincón de la habitación. En su interior sabía que ese papel le pertenecía a él y, por algún extraño motivo, también sabía lo que significaba. Se levantó de la cama y caminó muy despacio, como embelesada, hacia la ventana. Se asomó. Miró el papel por última vez y lo soltó. La carta salió volando describiendo circunferencias y espirales hasta que se perdió en algún lugar de la lejanía. Una lágrima cayó de sus ojos. Y una condena la atrapó para el resto de su vida.