viernes, 3 de julio de 2015

Más allá de la piedad.

Entre cadenas y desesperación.
Entre dolor y gritos.
Entre sufrimiento y placer.
Criaturas descarnadas ejecutan su grotesco baile.
La luna ilumina tétrica el demoníaco ritual.
Graves y profundos cantos surgen de las deformes gargantas.
Un pecaminoso cuerpo inmovilizado en un gran tótem.
Un cuerpo desnudo desgarrado.
La impía melodía crece con cada alarido.
Un llanto incontenible empapa el rostro cabizbajo.
La azul luz de la luna muere en la impenetrable oscuridad de los árboles.
La trágica danza continúa.
La dolorosa expresión se convierte poco a poco en un conjunto diabólico.
La boca se tuerce en una mueca de indecible amargor y hambre inmoral.
Los ojos sonríen dentro de grandes ojeras.
La carne se marchita calcando los huesos que viste.
La piel se oscurece y el cántico ensordece el clamor de la piedad torturada.
La luz de la luna muere definitivamente.
Las criaturas desaparecen poco a poco en las sombras.
La pérfida melodía se apaga.
Tan sólo queda el cuerpo atado al largo tronco.
La cabeza gacha, y la negra melena cuelga hasta el ombligo.
Lentamente el cuello se yergue hasta que los ojos miran al frente.
Los amarillentos dientes se dejan ver a través de la inicua sonrisa.
El alma impura ha sido devorada por el estertor del ser invocado.
La maligna sonrisa se convierte en aflicción.
Los ojos se cierran.
El inerte cuello deja caer la cabeza hasta el pecho.
Más allá de la piedad, más allá de la pureza, una nueva alma ha sido condenada.

Como otoño.

Miraba las hojas caer. Caían dispersas, a intervalos no definidos y aleatorios. Una hoja le rozó el pelo. Se agachó y la cogió. Tumbada en su mano, la hoja le miraba rojiza. Amarillenta en ciertas zonas. Cerró el puño. Estaba correosa. No crujía. No crujía porque no podía. Todo lo que podía crujir de él ya lo había hecho . Y esa hoja era, ahora, una extensión de sí mismo. Soltó su presa y dejó que cayese hasta el suelo. Había llegado como llegan los carentes de cerebro a la Meca, como se acercan a la estatua de una de las mil vírgenes inventadas a besarla los pies, como llegan los que disfrutan de un váter en su cráneo a las urnas, había llegado de golpe y sin quererlo a un prematuro otoño. Por edad no le correspondía esa estación, pero por dentro no dejaba de llover. Vivía en una eterna estación otoñal. Cuándo terminaría. Cuándo podría salir.

Momento eterno.

La noche era fresca. Pero con una chaquetilla con capucha la temperatura era perfecta. Nubes ligeras se arrastraban lánguidas por el negro cielo adornado con miles de puntitos blancos. De vez en cuando arropaban suave a la luna haciéndolas parecer translúcidos fantasmas que arrastrasen lentamente sus lamentos, sus cuentas pendientes. Sostenía entre sus dedos un porro. El humo se elevaba estilizadamente sinuoso. Su cabeza se acorchaba. Parecía que las nubes, cuyos bordes se iluminaban con la azulada luz de la luna, hubiesen bajado a acariciarle el entendimiento. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro. El móvil sonaba con una canción bien elegida. Una canción que estaba compuesta para ese momento y ningún otro. Había sido compuesta para ellos y nadie más. Él le acarició la cara. Sus manos memorizaron su contorno. Cerró los ojos y dejó que aquella atmósfera eternizase ese momento.