sábado, 21 de febrero de 2015

Amor muerto.

En su cabeza miles de guturales voces entonaban sus macabros cánticos. El eco de los susurros envolvía su entendimiento.  Una extraña sensación de placidez le arropaba y le templaba por dentro. Notaba ese familiar abrazo impío del halo espectral que su insano instinto derramaba. Se llevó las manos a la cara y se frotó fuerte. Las subió hasta su cabeza. Frotaba frenético su nuca intentando ahuyentar la agobiante sensación de culpabilidad que intentaba turbarle en aquel maravilloso momento. Intentaba oscurecer la satisfacción que se apoderaba de él siempre que lo hacía. La miró. Estaba inerte. Su pecho no se movía y en su cara había una expresión de temor ausente. Estaba arrodillado a su lado. Se agachó para besarla. Tocó su boca con sus labios y la humedeció. La besó en el cuello. En la mejilla. La apartó la camiseta y acarició su pecho. Una profana triunfalidad hereje inundó sus sentidos. Se sentía eufórico, lleno de muerte. Sabía que esa grotesca sensación de alivio y esa forma de mostrar su romanticismo no eran inocuas, siempre iban envueltas de una insidia que vestía los axones de sus neuronas, que incomunicaba sus sinapsis. Pero no podía evitarlo. No podía rechazar ese fervor impaciente que le impelía violentamente a hacerlo. A satisfacer su necesidad de muerte. Cuando lo hacía se sentía por igual libre y esclavo. La luna se filtraba por las translúcidas cortinas empapando con su mortecina luz el cadáver de ella. Y ocultaba en sombras enfermizas los dementes rasgos de él. La incorporó y la apretó contra su pecho. La abrazaba. Mientras lo hacía una lágrima de placer, o dolor, no lo sabía, se descolgaba lánguida y fúnebre por su mejilla. Un ruido en la puerta le sobresaltó sacándole de su arrobado letargo. Era la policía golpeándola para romperla y entrar. Salió de la casa por detrás y se alejó corriendo de su último macabro romance fruto de su amor muerto.

sábado, 7 de febrero de 2015

Imaginación podrida.

Su mano se deslizó lánguida por su mejilla. Bajó rozando con los dedos el cuello. El hombro. Recorrió la perfecta línea de su clavícula. Continuó bajando perezosa hacia el pecho. La piel de gallina iba marcando el rastro de su tacto. Subió por la pequeña cuesta que guiaba sus dedos hacia el pezón. Lo cogió suavemente entre sus dedos. Lo acarició. Acercó sus labios. Su templado aliento la hizo estremecer. Apretó con los labios la pequeña protuberancia, que se encontraba ahora en un apogeo de emociones escalofriantes. La lengua bailó a su alrededor. Giraba en torno al pezón humedeciéndolo y haciéndolo crecer cada vez más. La mano continuó bajando. Las yemas de los dedos iban dejando un sendero de excitación en el vientre a medida que se aproximaban al ombligo. Lo rodearon casi sin tocarlo y descendieron hacia el centro de sus piernas. Acarició. Los dedos se movían en círculos haciendo que la humedad la empapase. Se introdujeron descarados y decididos. Lentamente entraban y salían catalizando la catarata de placer. Acercó su boca a la de ella. Ella suspiraba y su aliento se metía en su boca. Temblaba con cada movimiento de sus dedos. Juntó sus labios a los de ella. Ahora sus bocas formaban una única caverna. La saliva de él fluía hasta la de ella. Sus lenguas se enredaron en un abrazo retorcido y resbaladizo. La respiración de ella se hacía más y más agitada. Más ansiosa. Suaves gemidos salían de lo profundo de su garganta. Subía y bajaba su pelvis acompañando el rítmico movimiento de la mano de él. El gemido iba creciendo en intensidad. Se convirtió en un grito entrecortado. Cada vez más agudo. Más chillón. Siguió creciendo hasta convertirse en un insoportable y agónico grito. Constante. Sin parar. Se transformó en un alarido que torturaba sus sentidos. Sus tímpanos estaban al límite. Comenzó a sudar. A retorcerse. La angustia se enroscaba alrededor de su estómago estrangulándolo. De repente, se despertó sobresaltado. Había vuelto a soñar con ella. Había vuelto a soñar con lo que él ya no la hacía. Maldecía su imaginación. Sus sueños que le torturaban con las visiones de lo que ahora, eran otros los que se lo hacían. Buscó refugio en la oscuridad de sus párpados e intentó ventilar la pestilencia de su imaginación podrida. No lo consiguió. Sabía que estaba condenado a soñar para siempre con el hedor que despedían sus sueños.