En su cabeza miles de guturales voces entonaban sus macabros cánticos. El eco de los susurros envolvía su entendimiento. Una extraña sensación de placidez le arropaba y le templaba por dentro. Notaba ese familiar abrazo impío del halo espectral que su insano instinto derramaba. Se llevó las manos a la cara y se frotó fuerte. Las subió hasta su cabeza. Frotaba frenético su nuca intentando ahuyentar la agobiante sensación de culpabilidad que intentaba turbarle en aquel maravilloso momento. Intentaba oscurecer la satisfacción que se apoderaba de él siempre que lo hacía. La miró. Estaba inerte. Su pecho no se movía y en su cara había una expresión de temor ausente. Estaba arrodillado a su lado. Se agachó para besarla. Tocó su boca con sus labios y la humedeció. La besó en el cuello. En la mejilla. La apartó la camiseta y acarició su pecho. Una profana triunfalidad hereje inundó sus sentidos. Se sentía eufórico, lleno de muerte. Sabía que esa grotesca sensación de alivio y esa forma de mostrar su romanticismo no eran inocuas, siempre iban envueltas de una insidia que vestía los axones de sus neuronas, que incomunicaba sus sinapsis. Pero no podía evitarlo. No podía rechazar ese fervor impaciente que le impelía violentamente a hacerlo. A satisfacer su necesidad de muerte. Cuando lo hacía se sentía por igual libre y esclavo. La luna se filtraba por las translúcidas cortinas empapando con su mortecina luz el cadáver de ella. Y ocultaba en sombras enfermizas los dementes rasgos de él. La incorporó y la apretó contra su pecho. La abrazaba. Mientras lo hacía una lágrima de placer, o dolor, no lo sabía, se descolgaba lánguida y fúnebre por su mejilla. Un ruido en la puerta le sobresaltó sacándole de su arrobado letargo. Era la policía golpeándola para romperla y entrar. Salió de la casa por detrás y se alejó corriendo de su último macabro romance fruto de su amor muerto.