Él quería llegar a un concierto con el demonio. Y el demonio quiso llegar a un concierto con él. Ambos estuvieron de acuerdo. Él sólo tendría que componer una pieza inigualable en belleza. Una obra maestra de todas las que ya se habían escrito y quedaban por escribir. Un conjunto de sonidos que inspirasen tanto placer como dolor. Que atrajese tantas alabanzas como lágrimas.
Se sentó ante su escritorio y comenzó a dejar que la pluma volase sobre el pentagrama. Cada nota que escribía resonaba en su cabeza, acumulando a su paso una secuencia armónica perfecta. Su mano no cesaba de transcribir lo que su corazón latía. Lo que sus ojos lloraban. Lo que sus cejas expresaban. Lo que sus oídos vibraban. Lo que su boca tarareaba. Lo que su alma era.
Poco a poco, iba rellenando páginas. Inagotable. Las notas se dispersaban formando un camino punteado que guardaba un perfecto equilibrio en las líneas de los pentagramas. Cuanto más largo era, más se debilitaba. Sonreía. Plañía. Gesticulaba. Inexpresaba. Un ansioso fervor impelía a la saliva de su boca a que escapase espesa por las comisuras. Todo su cuerpo temblaba paralizado.
Finalmente concluyó. Sin codas. Sin arpegios. Sin acordes. Coloreó la última nota y cayó desplomado. El demonio se acercó, agarró el montón de papeles y tiró fuerte hacia sí para liberarlos de la presa que el recién caído hacía con sus manos. Su despectiva sonrisa se tornó en una sonrisa de auténtico placer. Una carcajada le convulsionó el cuerpo. Otra. Otra. Su risa se esparcía triunfal por todas las casa vecinas. Ahora, el alma de aquel infortunado viviría eternamente en aquel manuscrito. Sobreviviendo el paso de los eones.
Se abrigó y se marchó. Se marchó riendo y muy maravillado de que el alma de aquel tanlentado ser ocupase tantas páginas.