sábado, 23 de agosto de 2014

El que cayó del cielo.

Un demoníaco alarido brotó de las entrañas de su pecho. Sus puños estaban comprimidos con una fuerza aplastante. Los músculos de su cuerpo agarrotados en una furiosa y desesperada contracción. Su mirada se perdía en el cielo enrojecido por los últimos rayos.
Las criaturas en las copas de los árboles chillaban y gritaban sin cesar mientras alzaban su vuelo entrópico para alejarse de aquél mártir. Las criaturas del suelo se arrastraban penosas, ávidas por huir.
Un nuevo gemido empujó el aire. Como una nota asonante, acompañó el vuelo de las aves y arrastró a los reptiles más allá.
Derrotado, el demonio cayó de rodillas. Su cabeza dejó de mirar al cruel cielo. Hundió la barbilla en su pecho y dejó que sus ojos escupiesen abrasadoras lágrimas que se evaporaban.
En su mente, la pura y pía imagen de ella comenzó a convertirse en un sentimiento nuevo para él. Dos cuernos empezaron a nacer en sus sienes, abriéndose paso a través de la carne. Cuanto más odiaba, más crecían. En sus omóplatos, un par de oscuras alas salían dolorosas y sin arrepentimiento. Cuanto más odiaba, más crecían.
Condenado a abandonar su hogar, expulsado del Reino e ignominiado ante todos los demás ángeles, se encontraba ahora desterrado. Apartado de aquel alma a la que amaba. Apartado de aquel alma que le amaba.
Alimentado por las ardientes emociones que calcinaban su corazón, juró no parar nunca hasta derrotarle. Juró no parar nunca hasta que volviese a ser capaz de invocar en su mente la imagen blanca y pura de ella, la pasión de su cercanía, en lugar del odio que ahora le cegaba.
Su lucha duró siempre, y las dos grandes astas de su cabeza, así como las enormes alas de su espalda, no cesaron de crecer nunca.

domingo, 3 de agosto de 2014

Fluye.

Temblorosas y agudas notas de un sitar vibraban cosquilleantes en su cerebro. Los árboles a los lados, tenían troncos morados y ondulaban como si estuviesen plantados en el suelo del océano.  La hojas estaban coloreadas de un verde de intensidad palpitante.
Caminaba con la densidad del humo. Sus brazos, colgantes de los curvos hombros caídamente relajados, pendulaban en exagerado balanceo.
Pájaros negros como la capucha de la muerte, cuyo cuerpo era un único trazo grueso, se cruzaban en lo alto. Salían de los árboles y desaparecían repentinamente en el aire. Salían repentinamente del aire y desaparecían en los árboles.
Una gata, negra como el lomo del necronomicón, apareció caminando y se sentó cortándole el paso. Le miraba con la cabeza inclinada hacia un lado indeterminable y movía la punta de la cola suavemente hacia arriba y velozmente hacia abajo. La gata se levantó y desapareció seguida de su contoneante trasero.
Las frecuencias agudas se ralentizaban hacia la cadencia lenta de los graves. Las frecuencias graves le resonaban en el diafragma y le atravesaban como almas en pena que vagan fluidizadas en busca del castigo que las redima de sus pecados en vida.
Se detuvo. Ante él, ahora se extendía una pradera tan larga y tan ancha como lo era su espectro angular de visión.
Una enredadera comenzó a enredarse por la pierna del mismo lado indeterminable hacia el que la gata ladeó su apagada cabeza. No le importaba.
Continuó caminado mientras la enredadera le enredaba la pierna del lado contrario al lado indeterminable hacia el que la gata ladeó su apagada cabeza. No importaba. Fluía. Notaba que era uno con todo en su estado gaseoso.
Le dio al stop del walkman y detuvo la cinta en la que se había grabado el disco de Beck, Mellow Gold. Apagó el acabado espirituoso. Dejó que la gravedad le pegase al sofá como se pega una gota de lluvia de alta gravedad al suelo tras caer.
Ahora sí. Ahora fluía. Todo fluía. Todo.