miércoles, 18 de junio de 2014

Carta de odio.

Una suave brisa mecía las cortinas que cubrían la pequeña ventana. Sentado frente a su escritorio lleno de libros, de papeles revueltos, de escritos válidos e inútiles, hojas arrugadas y dispersas, veía cómo la cera de la vela, prácticamente consumida, chorreaba lánguida y perezosa, acumulándose como un charco de barro en el platillo. No sabía cuánto tiempo llevaba así. Sentado. Mirando. Con el pensamiento vacío. A su alrededor, por todo el suelo de la diminuta habitación que era su casa, se extendía lo que era el fiel reflejo de su mesa de trabajo.

De pronto, agarró la larga pluma despertándola de su letargo. La entintó y comenzó a escribir. Comenzó a escribir frenéticamente, dominado por una fuerza y una rabia impetuosa desconocidas para él. Inconscientemente, iba trazando símbolos, unos detrás de otros. No paró.  No paraba. Las ideas fluían sin interrupción desde las lágrimas que sus ojos despedían para siempre. Cuanto más lloraba, más rápidamente caían las gotas de cera por la escuálida vela. La cera, antes adormecida, fluía como agua hasta la base. Cada vez que apuñalaba al tintero, gotas de oscuro y espeso rojo salpicaban en derredor.

Cada vez más rápido, escribía. En ese momento, descubrió maravillado que no conocía los símbolos que se iban sucediendo a medida que avanzaba. Sin embargo, lo entendía. Tenía claro que eso, y no otra cosa, era lo que deseaba escribir. A veces, el papel se rasgaba bajo el filo de la pluma. La vela terminó de consumirse. No importaba, veía. No le hacía falta luz.

En cada agitación de su brazo, las cortinas se revolvían perturbadas por una fuerte corriente de pestilente aire. El olor a sulfuro había inundado toda la estancia. Pero no le saturaba. Le inspiraba para seguir manuscribiendo.

Cuando terminó de componer, introdujo el castigado papel dentro de un amarillento sobre cuya superficie estaba adornada por manchas secas. Lo selló. Sin pensarlo dos veces, se acercó a la ventana y lo lanzó, teniendo la total convicción de que esa carta impregnada de dolor, llena de sufrimiento y bañada con su alma, llegaría a su destino.

Instantáneamente después, se despertó. Desconcertado y desorientado. A su mente acudieron los recuerdos del intenso sueño. Rápidamente, se levantó del colchón alojado en el suelo a la sombra de un rincón, y se acercó al escritorio. Miró. Buscó. Removió con locura los papeles. Aliviado al no encontrar los restos de algo que probase la veracidad de la locura que proclamaba la onírica noche anterior, se sentó en la decrépita silla.

De repente, una sensación agobiante le estranguló el estómago. Buscó el tintero. No estaba. Tembloroso, fue girando lentamente la cabeza para mirar su brazo, el brazo que no utilizaba para casi nada. Tenía la camisa totalmente desgarrada y ensangrentada. Su carne al descubierto, lucía manchas resecas de sangre en forma de círculos que tapaban las heridas ligeramente profundas. Cogió la pluma y vio, en lo que quedaba de la pulida punta, surcos de sangre. Un olor macilento, impío y denso comenzó a penetrar en sus fosas nasales.

En ese momento, conocedor de que lo que había ocurrido en su sueño había sido cierto, sabiendo que había arrojado tan herética maldición dentro de un sobre, agarró lo que quedaba de su utensilio de escritura y se lo hundió en el pecho hasta el fondo. Endurecida como un puñal por una fuerza blasfema, la pluma atravesó la fina carne y quebró el hueso. Con una feroz e incesante carcajada cayó muerto sobre el suelo de la habitación.

Al cabo del tiempo, encontraron su cadáver boca arriba en perfectas condiciones. Una pestilencia a sacrilegio inundaba toda la estancia, a pesar de que la ventana había estado abierta. Decansaba con sus manos aferradas a un puñal de talla ancestral. Y lo que les produjo el mayor desasosiego e inquietud, fue la grotesca y triunfal sonrisa que vestía la demoníaca expresión de su cara.

lunes, 9 de junio de 2014

Un aplauso II.

A todos esos infraseres que, por algún motivo educadamente desconocido, entran atropellando sin darse cuenta de nuestra incapacidad para sublimarnos y cederles el paso antes de poder salir.
Un aplauso.

Un aplauso I.

A todos aquellos que, disfrazados de guerrilleros y armados hasta los dientes, se ocultan para asesinar, orgullosos y con fruición, a criaturas indefensas tan sólo por su propio gozo.
Un aplauso.

miércoles, 4 de junio de 2014

Susurros.

Escuchó una muy suave  y bajísima voz junto a su oído. Se sobresaltó. Miró a su alrededor, pero ninguno de los pasajeros que tenía cerca ni lejos tenían pinta de haberle hablado, así que bajó la mirada y continuó con su lectura. Había pasado dos páginas, cuando volvió a oír un susurro, esta vez más cerca. Escuchó perfectamente la melodía de esa voz que se propagó por el laberinto de sus axones. Sin embargo, no fue capaz de entender nada, a pesar de que sabía que podría entender esos fonemas. Podría ser capaz de identificar esa voz en el barullo de cualquier muchedumbre, incluso siendo la segunda vez en su vida que la oía. Volvió a mirar confundido a su alrededor, pero ninguno de los pasajeros parecía reparar en él. Retornó al aislamiento de su lectura un tanto turbado, dejando que el tren le llevase de vuelta a casa. De nuevo. La voz, esta vez clara e intensa, comenzó a ronronear su suave armonía en su oído. Llegó a notar hasta el húmedo y templado aliento que hizo que el vello circundante protestase de placer. No le hizo falta levantar la vista y girar la cabeza para saber que ahí estaba, hablándole bajito. Tampoco quería ver, no quería oler ni palpar. Sólo quería que esa melodía siguiese transmitiéndole incomprensibles palabras que se transformaban en transparentes ideas cristalizadas, en pensamientos tan claramente reales como lo era aquella voz. Cerró el libro y salió del vagón. Sin voluntad, seguía actuando. Sin ver, caminaba. Totalmente inconsciente sabía perfectamente lo que hacía. Una figura turbia iba haciéndose cada vez más clara. Subió las escaleras de salida a la calle. Seguía a esa figura translúcida, humácea, que cada vez se hacía más sólida y densa. Como un sonámbulo callejeó detrás de ella, sin pensar, sin parar. El aliento en su oreja se transmitía cálido y meloso por dentro, esculpiendo por él sus pensamientos. Finalmente alcanzó a la figura en un portal. La agarró firmemente el cuello y apretó. La voz, ahora había desgarrado su suave textura y se había convertido casi en un chillido. Aquel aliento chirriaba en sus oídos, arañaba sus ojos por dentro, se arrastraba punzante por toda su cabeza. Seguía sin entender ni una palabra, pero un pensamiento se hacía cada vez más claro. Más firme. Más real. Siguió apretando. No paró. El sonido que le había dominado y que le ardía por dentro no le dejaba apenas escuchar los pequeños ruidos agónicos de su víctima. No le dejaba notar las manos que se aferraban fuertes a sus muñecas. No le dejaban ver los ojos descompuestos en lágrimas. De pronto, la voz cesó de golpe. Silencio. Un frío brutal le heló instantáneamente todo aquello que la voz le había tocado. La gélida sensación le llegó a la oreja que hacía unos instantes había estado arropada por un cálido vaho. Rápidamente se extendió por todo su cuerpo y cayó de rodillas. Se abrazó a sí mismo. La voz comenzó de nuevo a susurrarle suavemente. Le alzó la cabeza empujándole delicadamente la barbilla hacia arriba. No vio nada. Sin embargo, notó perfectamente el tacto de unos labios gélidos que le empujaban sutilmente los suyos. Sin más, dejó de notar la reconfortante presión sobre su boca. Se llevó los dedos a los labios y los notó húmedos. Una fina película de saliva los envolvía. Mientras la fría sensación desaparecía, podía escuchar perfectamente un eco en sus oídos. Una palabra que le transmitía un inconfundible mensaje. "Gracias".

domingo, 1 de junio de 2014

Últimamente VIII.

"¿Karma?", pensó mientras terminaba de repasar el borde del papel con una fina capa de saliva que residía en su lengua. Los que hablan de karma hablan siempre de él como si fuese justo. Como un ente capaz de vigilar a todos y cada uno de los seres humanos y devolverles el bien o mal que han hecho. ¿De verdad no se van a cansar de inventar deidades y etéreos seres capaces de involucrarse en nuestras vidas? La gente es omnidiota. Si ese karma existiese, realmente sería un repartidor injusto de suerte. Últimamente no podía pensar que no fuese así, puesto que no se cansaba de ver inmundicia no inerte que llevaba una vida generosa, mientras que él, que rebosaba buen karma, recibía mochilas de piedras. "Bueno, qué importa. Lo que tenga que ser no dejará de ser, y lo que no tenga que ser no será, y punto". Así es como realmente funcionaban las cosas para él, que, a diferencia de los karmistas, islamistas, cristianistas, imbecilistas y demás sociedades amentales, no le puso un nombre a tal idea. Ahora mismo, sólo quería encender el rollo de papel relleno de aturdidor. Sin embargo, se le había olvidado el mechero. ¿Quién dijo Karma?