lunes, 28 de octubre de 2013

Despactando.

Se sentó frente a la ventana. Encendió su espirituoso nocturno y dejó que le ayudase a llenar su cerebro de ella. Pensó en su mentón. En el olor que había dejado en el cojín. Que sus manos le recordaran cómo era su espalda. Se conformaría con poder acariciarla hasta el fin de sus días. Si eso era mucho pedir, se conformaría con poder verla. Seria. Triste. Sonriendo. Llorando. Riendo. Lo había probado todo. Había nombrado a algún ancestro bíblico tres veces ante el espejo. Había grabado pentagramas y encendido velas. Pero no lo conseguía. Qué había que hacer. A quién tenía que dirigirse. Dio la última calada al espirituante y se giró. Allí estaba. Encima de la mesa. Un pequeño papel. Un pequeño papel que contenía su nombre. Su nombre completo. Con innumerables apellidos perdidos en el tiempo que le conectaban con centurias del pasado. Le conectaban con los albores de su existencia. Encima del papel una pluma. La cogió. A punto estuvo de firmar cuando titubeante volvió a dejarla donde estaba. No la quería condenar. No quería obligarla a la esclavitud de su capricho. En ese momento, el papel y la pluma desaparecieron con un destello y el eco de una carcajada. Una carcajada que le acompañó durante todos los días de su vida en que permaneció su recuerdo.