A la luz de la diabólica luna, la capilla proyectaba una sombra
extrañamente rojiza sobre la hierba. Su pasos alargados hacían crujir la
arenilla del camino que conducía serpenteante hacia la iglesia. Las hiedras y
otras plantas trepadoras habían tejido para la ocasión una tétrica mortaja que
vestían fúnebres las paredes de la edificación. Desde fuera se escuchaba, como
un susurro, un coro entonado por unas vocecillas agudas. Unas vocecillas
débiles. La visión del oscuro bosque no ayudaba a tranquilizarle. Todo parecía
haber sido dispuesto de manera nada azarosa para aquel encuentro.
Alcanzó la puerta de la capilla. Sus dedos la rozaron levemente y
comenzó a abrirse con un débil maullido. Entró. Los numerosos arcos de la
estancia apenas si estaban iluminados por una frágil luz procedente de unas
velas situadas al fondo. Caminó sobre las losas de piedra que ocultaban los
restos de difuntos monjes, hacia la oscura figura que se encontraba sentada en
la primera fila. A medida que se acercaba, la luz de las velas, en lugar de
hacerse más intensa, se difuminaba por efecto de una inquietante niebla que
surgía cálida y pegajosa, como si del aliento surgido de un suspiro del averno
se tratase.
Se sentó en la segunda fila justo detrás de la demoníaca figura. Sin
mediar palabra la figura se levantó y se giró para quedar cara a cara con su
invitado. Lejos de poder éste adivinar sus rasgos o el color de sus ojos, el
oscuro absorbía toda luz, dejando tan sólo vislumbrar su contorno. Un sombrero
de copa reposaba sobre una deshilachada melena que a su vez descansaba sobre
unos hombros cuyas proporcines distaban mucho de ser armónicas y pías, y se
encontraban cubiertos por una capa que, por lo poco que podía adivinarse de su
oscuridad, le cubría por entero el cuerpo. Levantó una mano temblorosa y señaló
algo al lado del recién llegado. Éste, miró a su lado en el banco, y donde
antes no hubiese sino vacío, ahora había un papel. Un amarillento, sucio y
deshecho papel sobre el que se encontraba tumbada una enorme pluma negra. Ambos
objetos emanaban una atmósfera turbia a su alrededor. Cuando cogió la pluma, un
frío latigazo le recorrió el brazo. Firmó el papel debajo de unos sacrílegos
caracteres escritos en una lengua desconocida para él y para toda la humanidad.
Con el brazo adormecido por el dolor, dejó la pluma sobre el pergamino. Con un
grave ademán, la figura hizo desaparecer los dos objetos. Sin más, comenzó a
caminar hacia la salida por el pasillo. A medida que el eco de los pasos se
hacía más lejano, el firmante comenzó a notar todas y cada una de las falanges
de sus dedos. Fue consciente de todos los músculos de sus manos y podía
controlar con absoluta precisión la totalidad de sus articulaciones. El calor
inundó su pecho y su cabeza. Sonrío eufórico. De pronto, un destello fugaz
surgió del altar. Frenético se acercó a él. Un violín se encontraba impaciente
sobre la pulida superficie. Todo su cuerpo temblaba. Lo cogió. Se estremeció.
Lo abrazó entre su barbilla y el hombro. Comenzó a tocar. Un trance se apoderó
de él. Consciente de cada uno de los movimientos de sus dedos, de cada nota, de
cada posición en las cuerdas, la secuencia musical se dibujaba en sus dedos
antes, siquiera, que en su pensamiento.
La melodía se extendía pulcra, pero impía, más allá de la capilla. Su
orgullo la acompañaba hacia la fría lejanía, sabedor de que su triunfo era
inminente.