Si pudiese contar mi dolor, no dudaría en traducirlo con palabras. Mis manos, como las hojas de otoño, finas, surcadas por los caminos infinitos de esqueléticas venas y coloreadas por el cobrizo color de la sangre de los que no sufrimos como vosotros. Cobrizo como el color de la alfombra que cubre el bosque. Ese tono que ya no existe. Ese dolor que ya no duele a nadie. Les duele sin doler. Les duele de lejos. Siguen consumiendo y matando. Esos troncos con costras. Las que arrancan para grabar su amor eterno, roto al poco tiempo. ¿Para eso me magulláis y me mutiláis? Detesto ser un simple. Uno más que se cree conectado con la naturaleza. Que cree sangrar savia, cuando lo único que hace es mear en sus raíces. Las hojas se dejan vencer amarillas, cansadas de aguantar el insoportable verano de playas y chiringuitos. Me duele tanto como a ellos el no poderme vestir de cobre, marrón y amarillo. Les duele la tierra seca que se encostra y se necrosa en sus raícses. Gritan y supuran dolor por el agua que no tienen. Sedientos, aúllan silenciosos antes de que los talen por entrometerse en ese espacio etèreo que un vecino quiere suyo. Silenciosos mueren sin reprocharnos a ninguno nuestros ataques. Perdón. Perdonadme, por todos aquellos que os resqubrajan y os secan. Perdonadme por no haber sabido no nacer humano.
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