Vivía en una habitación alquilada en una casa de dos plantas en la que vivían otras personas. El casero, un hombre afable y anciano, vivía en el piso bajo. Su habitación estaba apenas decorada, tenía lo justo para poder dedicarse a lo suyo, fumar, escribir, leer y tocar su violín. Ante la puerta, a diferencia de sus compañeros de casa, él jamás tuvo un felpudo que diese la bienvenida a nadie, pues nadie era bienvenido. Era una persona solitaria, bastante hermética y silenciosa. Un día, estando ocupado en sus quehaceres, con un cigarro de hachís en la mano, un bolígrafo en la otra y un papel en blanco delante sobre el cual iba a escribir otra carta más a una destinataria imaginaria, a una persona que no existía, pero que era la fuente de su inspiración, a una beldad que solamente existía en sus sueños y en sus añoranzas, en sus pensamientos y que era la dueña de su nostalgia, a la cual le había dedicado otras decenas de cartas que guardaba con los demás escritos, sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo repentinamente. No sabía a qué se debía, pues no era estación de fría temperatura y, en cualquier caso, tenía la ventana cerrada. Sin saber por qué, pero movido por una extraña certeza se giró hacia la puerta. Estaba cerrada, tal y como había estado antes. Sin embargo, había una figura junto a ella. Una joven, vestida con una fina camiseta de tirantes y un pantalón corto. Descalza. El pelo largo y castaño claro le caía como una catarata de avellanas sobre los hombros. Los pómulos eran mullidos y ligeramente abultados, pero sin exceso. Los labios carnosos. Le sonrió. Mostró una dentadura cuyas imperfecciones le daban un toque juvenil a su expresión. Parecía tímida por cómo ladeaba la cabeza y miraba ora hacia abajo ora de refilón a través de la cortina avellanada. Radiaba un frío estremecedor. La temperatura de la habitación había descendido notablemente, sin embargo, él notaba un calor que nacía desde el interior de sus entrañas y le hormigueaba en las puntas de los dedos, en las mejillas, en las sienes, en la frente. Se miraron. Él jamás había visto a aquella persona, sin embargo, sabía que la conocía, era como si la conociese desde hacía eones, no físicamente, pero sí más allá de lo material. Le parecía... No, sabía que era la persona a la que le había estado dedicando cada una de esas cartas. Y estaba seguro porque en él se elevó una sensación onírica de aquiescencia como la que surge después de haber soñado con alguien indefinido y una vez despierto, pensar hasta dar con la persona que encaja perfectamente con dicha sensación onírica. Esa noche no se dijeron nada y ella se desvaneció tal y como había aparecido. Él apenas durmió. Su estómago vibraba y pendulaba sin saber si la volvería a ver. La volvió a ver. Todas las noches siguientes durante siete meses le estuvo visitando. Todas las noches se marchaba sin que hubiesen cruzado una palabra, sin embargo, les bastaba con mirarse, y en algunas ocasiones abrazarse. Cada abrazo era una paradoja de sensaciones. Sentía el mismo calor que frío. La misma sensación de seguridad que de vértigo. Se llenaba tanto como se vaciaba. Un día ella le dijo: "Tenemos que separarnos. He de marchar y no sé si podré volver". Él respondió: "Si has de irte vete. Pero no dejes de volver cuando sea, cuando quieras. Aunque hayan pasado mil años y no sea más que polvo, vuelve". Al día siguiente bajó a comprar un felpudo en el que había escrito "Vuelve cuando quieras", y lo plantó ante su puerta. Los días siguientes él la esperaba con la angustia de saber que no iba a aparecer. Miraba la puerta con la misma certeza con que antes miraba sabiendo que la iba a encontrar allí, pero sabiendo que no iba a estar. Y aún sabiéndolo miraba varias veces seguidas. Todo el tiempo. Los días siguientes se convirtieron en meses. Un día que bajaba a la calle se encontró con el casero que andaba barriendo el suelo. "Hola muchacho, ¿dónde vas? Te veo más triste de lo normal". Él no pudo evitarlo y confesó el motivo: "Sí. Desde hace un par de meses, una aparición que me visitaba a diario ha dejado de hacerlo". "Anda - contestó el hombre. - ¿No sería una chica joven muy hermosa de pelo castaño?" El joven asintió sorprendido y como animado de que alguien supiese de su existencia. "El otro día hablé con el portero del bloque que está unas calles más para allá y me dijo que un joven que vive en uno de los pisos lo lleva haciendo con una aparición como la que tú conoces desde hace más de cinco años. Lo comentamos porque, ¿sabes?, no todos los días se oye hablar de alguien que vive con una aparición". De pronto, todo a su alrededor se nubló, sintió que el esófago se le contraía, el estómago se cerraba y sus entrañas se estremecían. Sin decir nada subió a su habitación, cogió el felpudo, abrió la puerta y se dirigió a la ventana y, después de mojarlo con sus lágrimas, lo lanzó acompañado de todo el dolor, desengaño y amargura que en ese momento le hundía en la más profunda de las oscuridades. No volvió a ver a la aparición.