martes, 31 de enero de 2017

Asfixia II.

Unas manos firmes apretaban su garganta fuertemente. Intentó respirar y no pudo. Tenía las paredes de la tráquea pegadas. La boca pastosa. Intentó gritar, pero tampoco pudo. El aire no podía salir ni entrar. Notaba la presión de la sangre que no podía bajar presionándole en las sienes. En las mejillas. Por dentro de los ojos. Parecía que fuesen a explotar sus lagrimales para dar salida a la ansiosa sangre. Los pulmones comenzaron a protestar dentro de su pecho. No podía enfocar la vista. La cara de su asesino era un borrón negruzco. Cada vez se extendía más la niebla que le nublaba la visión. La tensión de la muerte le provocó un parpadeo agónico, quedando sus ojos hinchados y completamente abiertos en una expresión de impotencia. Finalmente, su vida murió sin poder exhalar el aire de una última respiración.

Asfixia.

Las palas comenzaron a dejar caer la tierra sobre el ataúd. Podía escuchar el sonido hueco desde dentro. Podía sentir cómo su aliento se escapaba con cada golpe. Su respiración se agitaba agónica mientras las uñas rasgaban ansiosas la tapa. Cada descarga de tierra la sentía como si cayese directamente sobre su piel aplastándole. Todos marcharon ignorantes. Todos lloraron una muerte equivocada.

Si fueses una vampira.

Como las garras de un Gangrel has horadado profundos surcos en mi carne. Igual que un Giovanni, has hundido tus colmillos en mi garganta provocando más dolor que éxtasis mientras la sangre se derrama. Silenciosa como un Assamita me has dejado solo. Has logrado, como un Malkavian, volverme loco con tus veleidosos caprichos y sentimientos. Has destruido con la brutal potencia de un Brujah los pilares sobre los que mi alma descansaba. Y me has cubierto de sombras y oscuridad como un Lasombra. Si fueses una vampira, pertenecerías a todos los clanes.

lunes, 30 de enero de 2017

Sin remordimientos.

Las nubes encapotaban el cielo y descargaban toda su rabia con violencia sobre el gran océano. Olas monstruosas se alzaban por encima de la borda inundando la cubierta. El barco era como un nido de hormigas recién pisado. Los marineros corrían de un lado para otro acatando las órdenes y directivas del capitán, al cual parecía que le hiciese falta otra boca para poder transmitirlas todas. Su voz se perdía en el pandemónium orquestal de la siniestra sinfonía que interpretaba la tormenta. El barco pendulaba de un lado al otro como un juguete en una bañera. De pronto se escoró tanto que el capitán salió empujado hacia el borde y se precipitó. Un marinero se encontraba cerca y se apresuró en su ayuda sin saber quién era el bulto que había rebosado junto con el agua desbordante. Tendió la mano y le agarró. Tenía el estómago apoyado sobre la borda con medio cuerpo fuera sujetando como podía las manos del otro. Estaba muy resbaladizo. En ese momento se percató de que el bulto que sujetaba no era de un compañero sino el capitán. El tiempo se ralentizó. Le miró a los ojos. El capitán le devolvió una mirada suplicante. Su expresión encerraba terror. Las arrugas de su cara eran como canales desbordados de agua. Había perdido toda la fuerza con la que hacía poco gobernase el barco. Ya no transmitía ese respeto autoritario. Esa calma que se tiene cuando se sabe que se tiene el poder de someter a los demás. El marinero le miró pensativo. Una punzada de piedad y misericordia le encogió el corazón. Comenzó a tirar para arriba. Se detuvo. El tiempo se había ralentizado para él. Sin embargo, para el capitán parecía una eternidad. Quizá ese momento sólo durase unos segundos, o quizá minutos. No sabían, pero para cada uno la medida del tiempo se había distorsionado en un sentido distinto. El marinero le miró, esta vez sin piedad. Le miró indolente. Con indiferencia. Esta vez la punzada fue un sentimiento de venganza e insurrección contra esa autoridad que les había tenido subyugados todo ese tiempo. Sin mutar su expresión aflojó la presa que tenía alrededor de las manos del capitán. Éste comenzó a gritar palabras inconexas que se ahogaban en los estruendos de la tormenta. Sus manos comenzaron a resbalar y fue notando cómo se le escapaban los dedos del otro. Cayó. Tampoco se escuchó el sonido que hizo al caer en la húmeda oscuridad. Tampoco se le veía chapotear agonizante mientras el agua salada le escocía en los ojos y se colaba sin permiso por la boca llenándole los pulmones. Le entraba en las orejas y se metía hasta los tímpanos. Finalmente no quedó ningún rastro que indicase que allí el mar había devorado una vida.

domingo, 29 de enero de 2017

Oda al hachís.

Un porro se sostiene entre mis labios.
Me bebo su alma áspera que aromatiza mis pulmones.
Se mantiene sin protestar emparedada unos segundos.
Hasta que la dejo libre y se evapora en el aire retorciéndose como una serpiente de humo.
Su poderoso hechizo despierta pensamientos oníricos delante de mis ojos.
Todo mi cuerpo se sensibiliza.
Mis oídos acarician cada nota de música al pasar.
Cada nota acaricia mis tímpanos.
Hermosas criaturas se enredan entre mis axones.
Los encadenan y los estrangulan con delicadeza, provocándome un sopor que mece mi pensamiento.
Dejo que me transporte.
Que me aleje de mi ente físico.
Me lleva por el aire y noto la brisa que no me toca.
Veo los jardines a los que no llego.
Escucho los ríos que no me bañan.
Derramo las lágrimas que no he llorado.
Calada a calada nos fundimos en uno solo.
Y cuando su luz se acerca a mis labios los hace arder.
Araña mis pulmones como si se enfadase por tener que despedirnos.
Su cadáver queda enterrado bajo un suelo de gris ceniza que lo arropa en su alcanzada eternidad.
Puedo encenderme otro, pero no será el mismo.
Ningún otro porro podrá sustituir el que acaba de morir.
Y ningún otro porro será el último.

El descontento de los gatos.

Me encantaría que los gatos pudiesen chascar la lengua para demostrar su descontento. Cuando está sentado en tu sitio y le coges suavemente para depositarle con delicadeza en otro lugar. Cuando está tumbado contigo cortándote la circulación de las piernas y las mueves despacio para que no se gangrenen. Cuando te despiertas congelado, destapado y contorsionado contra la pared y le ves tumbado junto a ti con todas las mantas y ocupando estratégicamente una pequeña porción de cama que te inhabilita todo el espacio colindante, y con cuidado intentas coger un trocito de la sábana haciendo que una arruga se estire debajo de él. Cuando se tumba en un lugar en el que sabe que no puede estar y le hablas dentro del espectro de gritos y chillidos para reprenderle. Cuando le llenas el cuenco de comida con pienso y no con golosina. Cuando va al cajón a aliviarse y no se lo tienes impoluto. Cuando él no ha pedido mimos, pero se los das igualmente. Cuando pide mimos y justo en ese momento no puedes dárselos. Me encantaría escuchar cómo su peluda lengua chasca, aunque con ver la expresión de su mirada también me vale.

martes, 17 de enero de 2017

Una aparición.

Vivía en una habitación alquilada en una casa de dos plantas en la que vivían otras personas. El casero, un hombre afable y anciano, vivía en el piso bajo. Su habitación estaba apenas decorada, tenía lo justo para poder dedicarse a lo suyo, fumar, escribir, leer y tocar su violín. Ante la puerta, a diferencia de sus compañeros de casa, él jamás tuvo un felpudo que diese la bienvenida a nadie, pues nadie era bienvenido. Era una persona solitaria, bastante hermética y silenciosa. Un día, estando ocupado en sus quehaceres, con un cigarro de hachís en la mano, un bolígrafo en la otra y un papel en blanco delante sobre el cual iba a escribir otra carta más a una destinataria imaginaria, a una persona que no existía, pero que era la fuente de su inspiración, a una beldad que solamente existía en sus sueños y en sus añoranzas, en sus pensamientos y que era la dueña de su nostalgia, a la cual le había dedicado otras decenas de cartas que guardaba con los demás escritos, sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo repentinamente. No sabía a qué se debía, pues no era estación de fría temperatura y, en cualquier caso, tenía la ventana cerrada. Sin saber por qué, pero movido por una extraña certeza se giró hacia la puerta. Estaba cerrada, tal y como había estado antes. Sin embargo, había una figura junto a ella. Una joven, vestida con una fina camiseta de tirantes y un pantalón corto. Descalza. El pelo largo y castaño claro le caía como una catarata de avellanas sobre los hombros. Los pómulos eran mullidos y ligeramente abultados, pero sin exceso. Los labios carnosos. Le sonrió. Mostró una dentadura cuyas imperfecciones le daban un toque juvenil a su expresión. Parecía tímida por cómo ladeaba la cabeza y miraba ora hacia abajo ora de refilón a través de la cortina avellanada. Radiaba un frío estremecedor. La temperatura de la habitación había descendido notablemente, sin embargo, él notaba un calor que nacía desde el interior de sus entrañas y le hormigueaba en las puntas de los dedos, en las mejillas, en las sienes, en la frente. Se miraron. Él jamás había visto a aquella persona, sin embargo, sabía que la conocía, era como si la conociese desde hacía eones, no físicamente, pero sí más allá de lo material. Le parecía... No, sabía que era la persona a la que le había estado dedicando cada una de esas cartas. Y estaba seguro porque en él se elevó una sensación onírica de aquiescencia como la que surge después de haber soñado con alguien indefinido y una vez despierto, pensar hasta dar con la persona que encaja perfectamente con dicha sensación onírica. Esa noche no se dijeron nada y ella se desvaneció tal y como había aparecido. Él apenas durmió. Su estómago vibraba y pendulaba sin saber si la volvería a ver. La volvió a ver. Todas las noches siguientes durante siete meses le estuvo visitando. Todas las noches se marchaba sin que hubiesen cruzado una palabra, sin embargo, les bastaba con mirarse, y en algunas ocasiones abrazarse. Cada abrazo era una paradoja de sensaciones. Sentía el mismo calor que frío. La misma sensación de seguridad que de vértigo. Se llenaba tanto como se vaciaba. Un día ella le dijo: "Tenemos que separarnos. He de marchar y no sé si podré volver". Él respondió: "Si has de irte vete. Pero no dejes de volver cuando sea, cuando quieras. Aunque hayan pasado mil años y no sea más que polvo, vuelve". Al día siguiente bajó a comprar un felpudo en el que había escrito "Vuelve cuando quieras", y lo plantó ante su puerta. Los días siguientes él la esperaba con la angustia de saber que no iba a aparecer. Miraba la puerta con la misma certeza con que antes miraba sabiendo que la iba a encontrar allí, pero sabiendo que no iba a estar. Y aún sabiéndolo miraba varias veces seguidas. Todo el tiempo. Los días siguientes se convirtieron en meses. Un día que bajaba a la calle se encontró con el casero que andaba barriendo el suelo. "Hola muchacho, ¿dónde vas? Te veo más triste de lo normal". Él no pudo evitarlo y confesó el motivo: "Sí. Desde hace un par de meses, una aparición que me visitaba a diario ha dejado de hacerlo". "Anda - contestó el hombre. - ¿No sería una chica joven muy hermosa de pelo castaño?" El joven asintió sorprendido y como animado de que alguien supiese de su existencia. "El otro día hablé con el portero del bloque que está unas calles más para allá y me dijo que un joven que vive en uno de los pisos lo lleva haciendo con una aparición como la que tú conoces desde hace más de cinco años. Lo comentamos porque, ¿sabes?, no todos los días se oye hablar de alguien que vive con una aparición". De pronto, todo a su alrededor se nubló, sintió que el esófago se le contraía, el estómago se cerraba y sus entrañas se estremecían. Sin decir nada subió a su habitación, cogió el felpudo, abrió la puerta y se dirigió a la ventana y, después de mojarlo con sus lágrimas, lo lanzó acompañado de todo el dolor, desengaño y amargura que en ese momento le hundía en la más profunda de las oscuridades. No volvió a ver a la aparición.

miércoles, 4 de enero de 2017

Pasaje apócrifo de la Báibel.

Estaba Yisus Craist jugando al juego de la galleta con los doce apóstolaist. Ahí, zurrándose el cirio todos en fraternidad competitiva. Total, que Yudas Priest, no se centraba y veía cómo iban terminando los demás. Cada vez quedaban menos por terminar. Era una cuenta atrás muy jodida. Seis. Cinco. "Jodeeeer, jodeeeer, que me quedo el último", pensaba para sus adentros el pobre de Yudas. Ya sólo quedaban San Píter y él. "Vengaaaa, no me jodas, vamos pequeña", Yudas sufría. Y al final pasó lo inevitable, Píter terminó. "¡No me jodas!", exclamó el infortunado de Yudas, "me cago en la Santa Báibel". "¡Chsss!", chistó San Yon amenazante, "un respeto que ese librito no se escribe solo", dijo un tanto vanidoso. Total, que dijo Yisus: "Venga Yudas, acaba con eso y vamos a cenar", y todos se carcajearon muy mucho del pobre de Yudas. Mientras los veía irse hacia la mesa, que esa era otra, por llegar el último le iba a tocar el peor sitio, al lado del aburrido de Saimon, miraba hacia Yisus con el entrecejo fruncido y los ojos parcialmente cerrados con cierto rencor y pensaba: "Sí, rite. Rite ahora que puedes, que te vas a cagar...".

domingo, 1 de enero de 2017

Restos de ti.

Lo que ayer estaba tan claro, es hoy su contrario. Lo que hoy es el contrario de ayer, mañana será su antónimo. Por qué cuando creía que sólo quedaban reminiscencias tristes de ti, me doy cuenta de que no es así. Me doy cuenta de que todavía sigues en mi cabeza. Quedan restos de ti en mi sangre. En mis mejillas. Sigues estando idealizada en mis manos. Todavía hay restos de ti en mis pulmones. En mis recuerdos. Quedan restos de algo que ya no es, que nunca fue y que jamás será. Por qué mis pensamientos siguen girando una y otra vez en torno a ti. Cuánto tiempo se tarda en borrar cualquier rastro de amor. Cómo se olvida a alguien. Dime cuál es el truco para borrar todos los restos de ti en mí como tú has hecho con los míos en ti.