Se sentó sobre la banqueta y comenzó a deslizar sus dedos sobre las teclas del órgano. Siniestras armonías brotaban desde las profundidades de los infinitos tubos. Notas tétricas componían la trágica melodía que hacía resonar los huesos de los difuntos en sus tumbas. Ese diabólico instrumento era el único ser capaz de hacerle llorar. Ese era su castigo y su deleite. Ninguna lágrima se derramaría desde sus ojos inspirada por un sentimiento. Solamente la lúgubre perfección de su destreza sobre el instrumento le permitiría llorar. Pero él quería hacerlo. Bullían sus lagrimales. Pero no podía llorarla por sí mismo. Así que decidió invocar su llanto como había sido condenado a hacerlo. Se odió por no poder llorar movido por la pesadumbre que ensombrecía su ánimo. Por el luto que envolvía sus ganas. Y ya que no podía dedicarle voluntariamente sus lágrimas decidió no parar de tocar jamás. No parar ni siquiera cuando los calambres en sus dedos le atrofiasen el movimiento. Continuó tocando durante días, semanas y meses. Simplemente continuó tocando.
Se comenta que aún hoy día se escucha, allí donde no quedan más que las ruinas de una antigua iglesia, una triste melodía. Una penosa pieza. Y de fondo, si uno se fija bien, se pueden oír los sollozos de un río de lágrimas fluyendo invisible desde ningún sitio hacia ningún lugar.
Adiós
Hace 3 años